Me encuentro bien aquí. Usted sólo me ha reconocido. Por otra parte, la dignidad me aburre. Luego, pienso con alegría que algún mal poeta la recogerá y se la pondrá en la cabeza impúdicamente. ¡Qué gozo hacer a un hombre feliz! —Charles Baudelaire, Extravío de aureola
En esto pensé cuando el pasado domingo leí en el periódico El Nuevo Día un artículo firmado por un viejo escritor de cuyo nombre no quiero acordarme. Se trata de uno de esos textos escritos a vuela pluma, uno de esos divertimentos cuyo valor pendula entre lo ocurrente (lo witty) y lo banal. Es un texto bien calibrado para la culturización ñoña que promueve el mentado periódico, de quien el viejo escritor es prácticamente un bloguero a sueldo. Baste decir que en la misma edición firmó tres artículos: uno sobre béisbol, otro sobre la genealogía de un sándwich cubano y el tercero sobre la colación de halos a deportistas, políticos y artistas de todo tipo. De los tres sólo me interesa comentar el último, titulado El halo, entre otras razones, porque yo le serví de pretexto.
Aparentemente el viejo escritor ha visto en mí el símbolo de “una enfermedad boricua que pien[sa] incurable”. Citemos para que no se diga que invento: “Como también ocurre con ese joven escritor que, apenas con un libro por publicar, desmerece –tacha o menosprecia—todo lo que se ha escrito antes que él en Puerto Rico, la propia tradición que seguramente ignora. El delirio de grandeza boricua –nuestro particular modo de ser acomplejados en el mundo—tiene como justo reverso el autodesprecio y la autonegación.” La acción de tachar se refiere a mi artículo Ficciones y tachaduras de la literatura puertorriqueña; el escritor joven, acomplejado, desconocedor de la tradición literaria nacional, que se autodesprecia y se autoniega, se refiere a mí.
Para no rebajar mi reacción a una inútil contienda de egos, me limitaré a comentar algunos gestos y tics literarios del articulista. Aun dando por cierta la mediocridad literaria que éste me adscribe, nada impide que haga un ejercicio de lectura.
El tic por excelencia del que afecta el autor de El halo consiste en erigirse como doctor de “la dañina alma boricua”. Este gesto nos retrotrae al naturalismo de Zeno Gandía, ese doctor del naturalismo tardío en Puerto Rico. Aquí la charca o el estancamiento rural del alma boricua se convierte, cien años más tarde, en un “virus” que ilustra “nuestra particular mezquindad”. Como ocurría con Zeno Gandía, el diagnóstico sociológico se confunde con una cualidad moral. Pero contrario a lo que planteó Mercedes López Baralt en la presentación de un libro sobre la obra del viejo escritor, la inclusión de éste en el “alma” que diagnostica no lo libra de arrogarse una posición de autoridad paternalista. La referencia al “joven escritor”, la omisión de su nombre, apunta a una táctica de silenciar a un sujeto que se presume inferior por apenas contar “con un libro por publicar”. No hay que ser semiólogo para deducir lo obvio. Sin una bibliografía que lo respalde no tiene derecho a hablar.
Más allá del rezago paternalista, el autor de El halo se erige como salvaguarda de la tradición literaria puertorriqueña. Esta postura de anticuario, cónsona con instituciones de oropel como el Ateneo Puertorriqueño y el Instituto de Cultura, presume una valorización comme il faut de un canon literario. Aquí la nombrada “tradición literaria” funciona como una suerte de embudo por el cual cualquier aspirante a escritor en Puerto Rico tiene que pasar para validar su obra. Suscribirse a esa noción unívoca de lo literario equivale a rogar audiencia ante los “tribunales académicos” –como los nombra con lucidez Mario Cancel–, adherirse a un sistema de inclusión y exclusión que hoy resulta patéticamente herrumbroso. De ahí mi cuestionamiento a uno de sus sucedáneos, el necio paradigma del discipulado literario, que el viejo escritor evocara con nostalgia en el artículo Frente a frente: los escritores y su obra de Carmen Dolores Hernández. ¿Desde cuándo hay que pedir permiso para leer o escribir? ¿Por qué un escritor o aspirante a tal habría de adherirse a esa forma de bautismo literario, a ese servilismo parnasiano? Hacerlo, como me ha dicho un amigo, es como pretender que un árbol crezca bajo la sombra de otro. Por analogía, no creo que deba tener empacho en renunciar a una “tradición literaria” que se ha fatigado como los ángeles de Luis Rafael Sánchez. Después de todo, resulta añejo hablar de una sola tradición literaria en Puerto Rico. Más aún, la noción misma de tradición es un constructo a posteriori que validan los tribunales académicos y las instituciones literarias del país. No es más que un crisol de poder que almidona y empobrece la literatura. Mejor que rescatar la “tradición literaria”, prefiero acoger la noción de biblioteca portátil, formada por los textos –no sus autores– que cada cual tenga a bien llevar en su morral. La adherencia forzosa que preconiza el viejo escritor me parece la capitulación a un insularismo miope.
En cuanto a la elaboración de su lista de los “consensos inviolables” –esa “variante” del “virus alojado en la dañina alma boricua”— las categorías de halo, antihalo y contrahalo se leen con gracia irónica. Cada cual es libre de elaborar la lista que quiera, pero aun así me parece advertir cierto manierismo del autor al categorizarse a sí mismo como el contrahalo, como el “Ay fo” de la literatura puertorriqueña. En este gesto se advierte la amnesia del viejo escritor. Hace tiempo que dejó de ser el enfant terrible de las letras boricuas. Tal vez lo fuera en los ochenta, cuando había frescura en sus libros, cuando el ojo crítico no había cedido al cinismo fácil que ha encarnado posteriormente. Pero aún entonces creo que fue una distinción reñida con Manuel Ramos Otero. De allá para acá ha llovido a cántaros. La consagración y los laureles han desgastado mucho su astucia literaria. Tal vez su ingreso a la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, los tres libros dedicados a su obra, su conversión en escritor residente de la Universidad del Turabo y su indisputable rango de bloguero a sueldo, tengan algo que ver con dicho desgaste.
En el prólogo a la Universidad Desconocida, Roberto Bolaño daba su curriculum vitae, rechazos editoriales, exclusiones, etc…y esa es la verdadera escuela de todo escritor…El canon como la fama anquilosa todo y seca la tinta…pa lante , feliz navidad.
José
Propongo un manifiesto, a lo del crack mexicano, que nos descalifique a todos como “escritores puertorriqueños”, y que nos tilde solamente de “escritores”. Escribamos DE TODO, PARA TODO, EN TODO. Que la escritura rebase estas fronteras artificiales, que nos desnude de cualquier identidad. Luego de escribirlo, el manifiesto se parte en mil pedacitos y todos comemos. Lo digerimos con un shot de tequila, y cada cuál pa’ su casa con una dosis de Pepto-Bismol.
Javier Rubén
Blog: http://loquesediceensilencio.blogspot.com/
Lo sabía, lo vi venir, y, y, y… ¡Pao! El Pancho strikes back. Directo a la verruga; perdón, hocico; con su gancho anestesiante de acción retardada. Elidio comenta en su blog el post al que te refieres y sólo dice del texto que es un “extrañísimo ensayo titulado El halo”. Claro; extrañísimo porque en este caso la verruga; perdón, quise decir la roncha; no se muestra pero es obvio que se siente. Tan pronto leí la palabra verruga; perdón, Tachadura; identifique el origen del malestar y la verruga; perdón, extrañeza; que Elidio advierte. Un tal Copista Calisténico comentó que percibe “cierta deficiencia de nuevos pretextos en nuestros grandiosos escritores para ventear su fetichismo por la escritura”. La verdad es que la palabra “tradición” ha dejado de ser verruga; perdón, camino por recorrer, y se ha vuelto espacio común y recurrente por quienes se saben en el paso. Hay incluso quien pregunta sobre ¿qué pasa con los que no se pierden? Sencillo. Cuando el camino se vuelve verruga; perdón, espacio común y recurrente se debe sólo a dos razones: o estás cómodo con el camino o te acomodas. No creo que esté mal. De hecho ni me importa. El único problema es precisamente ese: no te pierdes.
El Copi Capi
Estoy de acuerdo con javier, pero como primer punto de ese gran gesto trasgresor, tengo que insistir en no estar de acuerdo con la idea de cualquier otro escritor puertorriqueño -o extranjero- que tenga la idea de un colectivo en pro de la literatura del país…
trago mi shot y paso el vaso
es eso mismo, la soberbia, la edad,
hemos vivido como locos
hemos perdido nuestro tiempo
Jorge Ariel:
No un colectivo, al revés, un «individuativo», para seguir creando sin importar el por qué, ni el cuando, ni el dónde. Y si se quiere mirar para atrás, que se mire, y si se quiere mirar pal frente, también, y escribir sin tener que rendir pleitesía a nadie, con o sin halo (o hálito).
Desde mi exilio geográfico y cultural, todo esto me parece de lo más divertido. Obviamente, Mr. ERJ está muy herido porque ya no hay un grávido panteón al cual aspirar.