Por Pancho
Quien viaja en ella lo sabe. Tomar la Metrobus de Río Piedras a San Juan o viceversa, supone invadir la privacidad del otro. El otro son los demás y soy yo. Todos somos otros en la guagua. Casi nadie es consciente de este reacomodo, lo cual en parte explica que lo asumamos con la misma naturalidad con que nos calzamos un zapato. Este patrón, por cierto, no impide que de vez en cuando algún tarado presuma de poseer un celular y hable a voz en cuello en medio del pasillo de la guagua. Es un martirio que nos hace rehenes de un discurso minado de lugares comunes e intimidades que a nadie interesa y que, por consiguiente, provoca antipatía general. Un efecto similar suscitan los estudiantes de secundaria que, al tomar la guagua en grupos de tres o más, les da con decir payasadas para dar rienda suelta a su pavera. Pero aparte de estos exabruptos ocasionales, de estas efímeras distracciones del anonimato, los pasajeros de la guagua viajamos sometidos a un orden tácito que nos rebasa, un orden en que la tolerancia riñe con la incomodidad de sabernos en una doble posición excéntrica. Somos a un tiempo invasores de la privacidad del otro y víctimas de la invasión de los demás. De esta conflictiva cercanía surgieron viejos tópicos que todavía mascan algunos escritores, clisés sobre olores corporales, roces impúdicos, así como amañadas descripciones sobre doña Fulana con su nene llorón, y sobre don Vietnam y Papo el tecato, en fin, toda una literatura en conserva que habla de pereza creativa y anquilosamiento de la mirada.
No se trata, por cierto, de una experiencia silenciosa, pues, como se sabe, el ruido y el anonimato hacen buenas migas. En ocasiones sí impera el silencio en la Metrobus, pero sólo ocurre cuando trasporta un puñado de pasajeros, usualmente tarde en la noche. Por lo general, en especial durante las horas puntas, encontramos personas que solas o acompañadas se las arreglan para hablar de cualquier cosa. Cualquier cosa es el clima o la condición de la guagua que nos transporta, preguntas sobre otras rutas de guaguas, un comentario in extenso sobre la farándula artística o política, un inventario de penurias físicas y un largo etcétera archiconocido. Quienes se sustraen de estas charlas, se abandonan al estupor dormitando, escuchando música de un i-pod o mirando la madeja que se teje y desteje entre las filas paralelas de asientos. Impedido de entregarme a los vicios de la lectura por alguna cháchara vecina o por los inesperados bamboleos de la guagua, casi siempre me sumo a las filas de los mirones.
En plan de mirón me hallaba el viernes 9 de noviembre cuando advertí la presencia de Ángel. De primera instancia su cara no me daba un nombre, sólo el vago recuerdo de alguien que había visto antes pero no recordaba dónde. De entre todos los pasajeros que a esa hora vespertina atestaban la guagua, me llamó la atención porque era el único que leía. Leía con envidiable concentración el periódico Diálogo. Ocupaba uno de esos asientos zagueros que parecen montados en una plataforma y que miran hacia el fondo de la guagua. Yo me hallaba un poco más atrás, de pie, agarrado –como una res de matadero– de los rieles centrales que cruzan el pasillo. Desde allí el lector resaltaba como el más excéntrico de los pasajeros. El símil, en realidad, sobra. Ajeno a charlas adolescentes, más allá de las miradas vacantes o soñolientas del resto, el lector era el más excéntrico de la guagua.
No había leído aquel número de Diálogo (octubre-noviembre de 2007), pero sabía que en él se había publicado un cuento mío y una reseña sobre un encuentro de escritores en la Universidad del Turabo a principios de septiembre. Me interesaba particularmente leer la reseña, pues el día antes yo había publicado un artículo en reacción a otro firmado por Carmen Dolores Hernández en El Nuevo Día sobre la actividad del Turabo. Un par de paradas más tarde, se desocupó el asiento frente al lector y aproveché para acomodarme en él. Al rato, el susodicho cerró el periódico y se dispuso a guardarlo en su bolso. Se lo pedí y gentilmente me lo tendió. Hojeé el suplemento cultural y tras leer la reseña se lo devolví. Éste entonces me comentó que el encuentro en el Turabo aparentemente había sido interesante. Le contesté que creía que no, que a juzgar por el artículo de Carmen Dolores y por la reseña, la actividad había sido llover sobre mojado. Si bien el primero había sido tontamente laudatorio y el segundo acusaba un acercamiento crítico, ambos confirmaban mi impresión de que no me había perdido de gran cosa. El lector entonces me expresó una crítica similar a un encuentro sobre arquitectura al que había asistido recientemente, en el cual, a parte de dos o tres comentarios marginales, había sido un ejercicio de aquiescencia del statu quo.
Según progresaba nuestra charla, me fui dando cuenta del silencio que nos rodeaba en la guagua. Los pasajeros en los asientos aledaños nos miraban con un dejo de extrañamiento, como si fuéramos extraterrestres, acaso con una pizca de antipatía. Era como si una conversación medianamente culta en un transporte público fuera un exhibicionismo de la inteligencia y, por ende, una actividad obscena. A decir verdad, no puedo decir cómo se habrá sentido Ángel ni lo que pensaría si leyera estas líneas. De mí diré que atesoro nuestro reencuentro en la guagua (nos habíamos conocido cuando yo trabajaba en la Biblioteca Lázaro a principios de los noventa) como una pequeña epifanía. Tal vez llamarlo obsceno sea excesivo. Baste decir con Cioran que la conversación fue un afrodisiaco de la inteligencia. Un breve exilio del estupor cotidiano.
Refrescante esta lectura. Experiencias que aunque sean las menos le dan color nuestro dia.
Pancho, hermano…
Somos bichos raros y ya ni eso nos salva. Leo de todo y, entre tanto, hasta el horóscopo. Vi uno en estos días que leía: Virgo; la felicidad o la conciencia, una deberá volar. No creer ya es rutina personal pero cómo jode entre tanta palabra sólo una letra. Y más que ella, su incuestinable poder. Esa O que hace mutuamente excluyentes felicidad de conciencia incluso, para nuestro defecto, tiene su talón de Aquiles. Decía Evtuchenko: «Mas aquella hironía que un tiempo nos salvaba, / hoy es nuestro asesino».
Mala mía
El Copista anda de vacaciones
«Un breve exilio» como dices tú.
Yo y otros nos preguntamos si hubieses sido tu el invitado a la susodicha reunion del Turabo…hubiese sido interesante. Digna de resenha, no ?
No eres mas que un pajuilo en la leche.
Ed Mo:
No sé exactamente el significado de «pajuilo»; sí sé lo que significa «pajuil» en El Salvador: persona lenta y torpe. ¿Persona lenta y torpe en la leche? Hay algo freudiano ahí. Puedo relacionarlo con paja en su doble acepción de gramínea seca y masturbación. Ambas cosas me parecen saludables. Sin embargo, no creo que el ánimo de tu comentario vaya en esa dirección salutífera. Au contraire: te parece que soy un hipócrita y que deseo o envidio estar en cenáculos como el del Turabo. Por favor, Ed Mo, no aspiro a tanto, no tengo talento histriónico. No me sale lo de bufón, ni lo de rey de corazones. A mí el flash me da sarpullido. Prefiero escribir. Una pena que gente como tú confunda la crítica y la disensión con resentimiento. ¿Yo paja en esa leche? No creo. Más bien limón para indigestar un poco.
El problema puede ser que dos intelectuales de la iupi (máxime si se trata de escritores) hablando duro en una guagua son más insufribles que dos escolares de la Vila Mayo tumbándose la pajita. Ruido es ruido y para eso están las guaguas. Una solución podría ser solicitar la estadidad a Suiza, allí sí que hay silencio absoluto en el transporte público. Besos negros, m
Siempre salen los hichilipochili de la bobería latinoamericanista con sus palabritas sudacas. El problema no es ese, es la obsesión de medir la escritura con los instrumentos de medir la fama. En todo caso Pancho será mime, nada de pajuil. Carajo.
Yo escribí la reseña de Diálogo a la que aludes, y tienes razón, no te perdiste de nada. Fue esa tendencia al ruido elocuente en el que se regodean las castas semi letradas del país. La reseña intentó captar los vacíos, los silencios que no fueron abordados, esos espacios evadidos de donde pudo haber salido un debate, una discusión, algo que enchufara el cuerpo zombi de la literatura y de la crítica, como la criatura de Shelley. Intenté una fuga sutil, quizá porque Diálogo no es el espacio para la tiraera hardcore, o tal vez pude haber confrontado más, pero no me sale muy bien; quizá sea una debilidad católica de mi temperamento, no sé, no me confieso hace más de quince años… Poco a poco la literatura y la crítica se han movido fuera de esos claustros donde se le había recluido, para mudarse a la esfera digital. Celebro los blogs que castigan las antiguas certidumbres de los propagandistas culturales, los pajeros de la causas identitarias y pulcramente literarias.
«hichilipochili de la bobería latinoamericanista»
Por poco pierdo una tripa de la risa.