Por Pancho
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Diez y diez de la mañana, día de elecciones: comenzó el carnaval político, el movimiento fanático de muchos electores y el ejercicio del sufragio concienzudo de unos pocos. Otra vez el país se monta en el carrusel de las emociones deportivas para votar y apoyar a los partidos políticos. Otra vez vuelvo a quedarme en casa para asumir mi papel de paria políticamente remiso. No puedo, nunca he podido suspender mi apatía hacia la democracia colonial. La ficción participativa y la bancarrota ideológica del partidismo político cancelan mi interés. El circo eleccionario me parece un convite a la euforia, una distracción de feria que en nada altera la estructura jurídica del país. No puedo sustraerme de la impresión (casi una convicción) de que las elecciones en Puerto Rico son una golosina, un premio de consolación ante la agridulce fortuna de ser una colonia bien comida. Pasada la borrachera de los comicios, adviene la resaca de corroborar que todo en esencia sigue igual.
No pretendo con esta crónica defender mi apatía electoral. En mí no está pretender superioridad moral frente a la mayoría de mis compatriotas. Votar o no hace poca diferencia. Mi opción de abstenerme de votar tampoco tiene el prestigio heroico de conformar una minoría. Más de 400,000 puertorriqueños hábiles tampoco están inscritos ni votan. De éstos yo soy simplemente una cienmilésima fracción del uno por ciento.
En gran medida se trata de una discreción deportiva. Antes que la política colonial puertorriqueña, prefiero otros deportes como el béisbol, el baloncesto, el balompié y el tennis.
II El paria del tren
El domingo 2 de noviembre, a las ocho y cuarenta y cinco de la mañana, dejé a mi hijo con su madre en la estación Jardines de Bayamón, y me dispuse a volver a Santurce. Al abordar el tren me sorprendió el sarampión de seguidores del Partido Popular Democrático. El vagón estaba atestado y todos estaban vestidos de rojo, algunos con banderas y otros abalorios con la insignia de la pava. La sensación de descolocación fue abrumadora. Yo vestía un pantalón corto de mezclilla y una camiseta verde olivo; apenas pude situarme en un asiento aislado de los demás, junto a la compuerta de salida. Mi posición excéntrica era similar a la de un escolar que es aislado del grupo como castigo por haber hecho algo impropio en clase.
Una de las bondades de ser paria es sin duda la impunidad que confiere pasar inadvertido, ser invisible para los demás. No era ésa mi circunstancia en el vagón del tren. Por mi falta de insignias políticas, por la heterodoxia cromática y percudida de mi vestimenta, saltaba a la vista de todos que yo era una excrecencia que había que tolerar en el trayecto hasta la estación Sagrado Corazón.
Nadie se metió conmigo, lo cual agradecí en silencio, pero en ningún momento dejé de sentir mi desubicación radical. No podía disfrutar mi condición tránsfuga pues no había manera de obliterar la pulsación política a mi alrededor. Consideré por un momento colocarme tapones en los oídos e intentar leer a Einstein, pero el pudor me previno de hacerlo. Aquel sarampión masivo habría con razón interpretado mis modales esquivos como un acto de displicencia. Era mejor dejarlos hacer sin levantar ronchas.
En cada parada del tren, y mediaron doce antes de llegar a Sagrado Corazón, subieron más y más populares para el júbilo de los pasajeros, quienes enseguida aplaudían, coreaban estribillos partidistas o repasaban animadamente los lugares comunes a favor de su partido y en contra del partido azul. Incapaz de aislarme de aquel furor político, sazonado aquí y allá por la estridencia de las «cornetas», me agencié de una táctica del protagonista de un texto narrativo que escribo en la actualidad. Me removí mis lentes de miope con la intención de descansar de la prolijidad de lo real. Así, con los lentes en mi regazo, viajé con la mirada desenfocada entre los populares hasta llegar a Sagrado Corazón. Allí volví a colocármelos para emprender una caminata hasta la Parada 18.
III Villa Graffiti
Sobra decir que el estacionamiento frente a la estación del tren, donde se llevaba a cabo el cierre de campaña del Partido Popular Democrático, ya estaba casi repleto de sus seguidores rojos. Un sarampión endémico.
No me detuve a observar el lugar y enseguida, tras pasar el torno de la estación, comencé a caminar en dirección hacia la avenida Fernández Juncos. Las primeras cuadras de la avenida, aquellas más cercanas a la estación del tren, estaban ocupadas por el tráfico de automóviles, la mayoría de los cuales eran de seguidores del P.P.D. que asistirían al cierre de campaña. Los gritos, los vítores de los fanáticos, el sonido discontinuo de los cláxones, me confirmaron la pertinencia de la música irritante del griego Xenakis. Aquel detrito áspero de sonidos eufóricos conformaba con espontaneidad una extraña y discontinua polifonía de ruido.
Una vez traspuse aquel primer tramo, acogí la intermitente soledad de la avenida Fernández Juncos con fruición de peatón expulsado de la masa política. Cada cierto tiempo, un automóvil con banderas partidistas transitaba por la avenida en dirección contraria a la mía. A veces, asomada desde el segundo piso de algunos edificios residenciales, de por sí bastante maltrechos, ondeaba una que otra bandera anunciando al barrio la filiación política de su residente. En aquel contexto yermo y derruido, las insignias políticas parecían una broma de mal gusto o, peor aún, una automutilación simbólica de algunos residentes que han visto y seguirán viendo sus ilusiones de progreso frustradas por la clase política del país.
En una calle pequeña y mal rotulada -como casi todas las calles de San Juan, en particular las de sus barrios pobres- me detuvo una pintada vetusta que he leído en otras paredes y en otros tiempos de la ciudad:
¡Los Politicos nos chavarón!
El desgarbo del trazo junto a sus errores ortográficos me dicen de su origen lumpen. Los signos de exclamación y la tilde rabiosa de «chavarón» le confieren un pathos cercano al grito. No se trata de un pronunciamiento cínico, como el que podría proferir yo, sino de una ralladura desesperada, de la cicatriz de una herida que cada cuatro años vuelve a supurar. Leerlo en este día de euforia político-partidista me conmueve, por lo que querría en esta crónica honrar a su anónimo autor.
Junto a la pintada, inscrita en una pared que hace esquina con la Fernández Juncos, hay un pequeño parque con árboles y bancos llenos de otras pintadas impúblicas. Pensé sentarme bajo la sombra de uno de aquellos árboles para fumar y sintonizarme con el área, pero desistí de la idea. No quería dilatar demasiado mi caminata por la avenida. En su lugar, me interné por la calle paralela para leer el letrero que la nombraba. Media cuadra más abajo discerní con toda claridad el rótulo en diagonal de Calle Cataluña, nombre de una región española que poco tiene que ver con las estructuras de concreto crudo y madera apolillada del sector. Desde allí observé también la fachada de uno de tantos edificios abandonados de Santurce. En ésta se leía con un orgullo rayano en el desafío barrial: Bienvenidos a Villa Graffiti. En las paredes de la estructura, así como en otras superficies aledañas, se podía apreciar la eclosión cromática de diversos grafitis artísticos. Aquellas obras eran, como estas crónicas, manifestaciones de estética y subjetividad tránsfugas.
Poco más tarde, a lo largo de una de las aceras de la Fernández Juncos, me topé con varios seres ruinosos. El primero fue un señor de más de cuarenta años, de facciones adustas, que se hallaba sentado frente al portal de un edificio. Trajinaba a esa hora de la mañana con una jeringuilla. Al verme tuvo la cortesía de darme los buenos días. El segundo fue una mujer alta, de ropas escuetas y carnes algo fláccidas. Vestía pantaloncitos cortos que pronunciaban la oferta de sus piernas ya celulíticas, pero que en la noche bien podían pasar como suculento convite prostibulario. Hablaba por celular sobre el pedestal de sus tacos, indiferente a su entorno, entre un comercio abierto y un viejo zafio que al verme me pidió dinero. Le dije que no tenía y seguí caminando. A pocos metros de él, probablemente habrá dicho alguna gracia fecal contra mi progenitora.
IV Final a dos tiempos
El resto del trayecto por la avenida Fernández Juncos, desde la estación postal hasta la calle Hipódromo, donde interrumpí mi caminata, no cautivó suficientemente mi atención como para detallarlo aquí. Así, sin pena ni gloria, mi mirada volvió a sus hábitos de ceguera.
Pero hoy, día de elecciones, el resto del país hace lo mismo. Desde la ventana de mi apartamento se escucha la algarabía, los cláxones incendiarios, los vítores triunfalistas. La misma polifonía de ruido. La misma fanfarria colonial.
¿Y qué más le queda a este simulacro?
Ese alboroto, creo yo que como el acto de quitarse los lentes (tambien miope), es la sola forma de conectar.
¿Y qué más nos queda?
eso. ruido. ir callado en el vagón del tren es una forma de participación sutil, sedosa.