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… situándose más allá del cuento y la novela, “La belleza bruta” configura un magno universo narrativo, poblado por personajes azarosos y sexualidades tan plurales como flexibles, que sacude al lector con el concurso de su prosa astuta, incendiaria, deslumbrante.

Luis Rafael Sánchez

Cada página de este libro deslumbra, tanto por su contenido como por su increíble dominio de la lógica de personajes atados a los mecanismos internos de una narración francamente brillante por lo inteligente y provocadora. Cierto es, Font Acevedo trabaja la estética de la violencia y el lenguaje hiperrealista como nadie lo había hecho aún en Puerto Rico.

Mayra Santos Febres

Raras veces –si alguna- se ha dado en la literatura puertorriqueña una colección de cuentos más dura, irreverente y provocadora, ni una temática tan violenta y sexual o, mejor, violentamente sexual. Rara vez, además, se ha sostenido con tanto control un tono de aparente objetividad, que nunca cede ni a la conmiseración, ni al juicio, ni al asco ni al rechazo. Tampoco se acerca a la fascinación enfermiza ante conductas de extremos. La narración es siempre “objetiva”; expone, sin desfallecer, los horrores más inquietantes. Nada atenúa la fuerza bruta de las situaciones descritas. Se nos seduce, mediante la escritura, a observar lo que sucede: el impacto brutal de la prosa misma nos mantiene con la vista fija. Se trata de una obra literaria muy bien lograda en su propuesta de exceso.

Carmen Dolores Hernández

poliedro 2

Por F.F.A.

  

“Borges, somos la causa, estamos redusidos a una causa, simple i compleja, cuando asemos el mundo de los otros. No somos el paisaje.”

–Joserramón Melendes, En Borges.

 

Cierto es que ni la obra de Jorge Luis Borges ni la de Joserramón Melendes son el paisaje total de una literatura regional o nacional; pero ambas obras pueden leerse como ganancias en una y otra tradición literaria. Nada obliga leer a Borges, pero conocer siquiera parte de su obra nos da un registro inconfundible de una teoría y una praxis de lectura y escritura que han merecido esmerada atención crítica. De ahí que ya sea un tópico reconocer en Borges un paradigma literario, como antes fueron reconocidos el paradigma Kafka o el paradigma Joyce, no para monumentalizarlos sino para dialogar críticamente con sus textos. Reclamo análogo podría hacerse con la obra multifacética de Melendes, que –salvando las honrosas excepciones– la crítica ha tendido a pasar por alto. Este silencio crítico tiene muchas explicaciones; aquí sólo apuntaré dos: muchos se resisten a leer a Melendes por su ortografía fonética, y los que trasponen este prejuicio letrado, constituyen en su mayoría lectores pornográficos, esto es, lectores de clóset, que conocen su obra pero no se avienen a comentarla por criterios extraliterarios (políticos, personalistas, socio-económicos, generacionales, etc.) o simplemente por insolvencia intelectual.

Tras leer con detenimiento parte de la obra de Melendes y en particular Contraqelarre (Inedisiones QueAse, 2008) se entiende el silencio de mucha de la crítica. Entre otras razones, podría aducirse la dificultad genérica y discursiva de la obra del autor. Todos los libros de Melendes son híbridos e interrogan profundamente la forma. En ellos se teoriza, con conocimiento de causa, al interior de la escritura, lo que dificulta la glosa, esa salida fácil del comentario literario a vuela pluma. Leer a Melendes, como leer a Borges, puede intimidar o desalentar a quien lee por mero entretenimiento. La riqueza de intertextos y citas, la adhesión de ambos a la lectura filológica y la pasión erudita, hace que en sus textos se cristalicen verdaderos desafíos para lectores en busca de otra experiencia de lectura. Tal vez la diferencia fundamental entre Borges y Melendes estriba en que el primero parece más accesible por la “transparencia” de su palabra, en tanto que la ortografía fonética del segundo le imprime a su escritura una cualidad más radical y, por lo tanto, más opaca que la del argentino.[i]

En el caso particular de Contraqelarre el lector enfrenta un texto narrativo múltiple, polifónico in extremis, de una hibridez genérica notable y una erudición avasalladora. Ya antes Melendes había incursionado en la narrativa en fragmentos de En Borges (QueAse, 1980) y de forma más plena en Secretum (QueAse, 1993). En ambos libros se interroga y cuestiona la forma narrativa desde la poesía creando tensiones teóricas entre ambos acercamientos literarios. En Contraqelarre, en cambio, estas polaridades se superan mediante la urdimbre amalgamada de un discurso narrativo-poético sostenido, brillante y conmovedor, facetado en una estructura poliédrica. Esta estructura es cónsona con la polifonía de voces (más de 250) que en el libro se convocan. Estructura y polifonía, a su vez, encuentran su correspondencia conceptual en la noción de “ecolojía” que cruza casi toda la obra de Melendes y que aquí se traduce, entre otras formas, como coexistencia de voces en detrimento de una noción individualista del quehacer intelectual, literario y político.

Veamos por partes.

 

I. El poliedro

Si abrimos un libro por sus tapas formamos un diedro, un ángulo de dos planos (dos caras) unidos por una línea común, la de las páginas cosidas o pegadas al lomo. Leer un libro puede ser también una experiencia geométrica, punteada por los sucesivos diedros que se van formando cada vez que la mano del lector pasa una página. El poliedro, en cambio, violenta esta uniformidad: implica tres o más planos que concurren en un mismo vértice. Si al leer esto no se logra al nivel físico (geométrico) del objeto libro, sí puede suscitarse en el nivel simbólico. En la narrativa lo poliédrico se imposta por medio del efecto de verosimilitud que procura crear en el lector. Se trata de una vieja convención realista: crear un efecto de “realidad” espacial, temporal, en los personajes y sus acciones, de modo que el lector se abandone a la lógica interna de la ficción. Podría decirse que la verosimilitud fictiva en su conjunto aspira a dotar el texto de tridimensionalidad, esto es, superar lo plano para llegar a la solidez del poliedro.

En Contraqelarre esta convención narrativa se extrema pero de otra manera: en la estructura del libro. Lo poliédrico no se trama por la impostura más o menos solvente de una historia bien contada, sino que se radicaliza desde la horma del texto. En Contraqelarre, como ocurre en los textos medulares de la narrativa modernista, la forma no es mero vaso. Continente y contenido se tensan y contaminan para significar una unidad mayor.

Esto se advierte desde la división obvia del libro: por capítulos designados como “imposturas.1”, “imposturas.2” y así sucesivamente hasta completar doce, sucedáneos de los meses de un año. A su vez cada una de estas unidades está integrada por la cantidad correspondiente a los días del mes referenciado, de forma que “imposturas.9”, correspondiente al mes de septiembre, tiene 30 entradas. Esta división calendariza gran parte del texto en 365 entradas y valida su lectura como diario de un año o, como sugiere el autor en la contraportada de Contraqelarre, como “Diario de diarios”. Lo singular de esta horma básica del libro es que, desde el principio, se socava temporal y espacialmente. Así, por ejemplo, imposturas.1 tiene 31 entradas, pero sólo tres de éstas están fechadas en enero. Igualmente, los espacios en que se inscriben los textos no guardan coherencia; de ahí que la primera entrada del libro se ubica en Zurich, el segundo en Moguer, el tercero en Sète y así por el estilo. De esta forma se transgrede el orden cronológico y la unidad espacial, para inscribir un orden estocástico, en el cual lo contingente está en tensión con la cristalización de una forma fija.[ii] En este orden leo también un diálogo fructífero de la poesía con la narración. Se vulnera la  causalidad que informa la narrativa tradicional para dar paso a un procedimiento analógico, propio de la poesía y su porosidad hacia lo contingente.

Pero como ocurre en tantas obras de Melendes, en Contraqelarre la horma básica se desborda para significar un sistema abierto, ventilado, que cuestiona la ficción de cierre y pulsea contra la oxidación de las formas fijas. Esta práctica de desbordamiento alcanza su mejor plasmación poética en la exploración exhaustiva del soneto en La casa de la forma (QueAse, 1986). Su contraparte en prosa es Contraqelarre. A la horma básica de éste le siguen tres secciones: “Calendas” (compuesta de seis entradas adicionales, algunas de carácter mítico); “apéndise” (donde se teoriza y explican algunas claves del libro, y se incluye un breve cuento que reescribe el final de El retrato de Dorian Gray); y concluye con “golem (aparato)” (conformada por una fotografía que refiere al espacio de creación del autor, un vasto índice, una cronología de escritura y la imprescindible “Leyenda Onomástica” que el lector debe consultar para conocer la identidad de la voz impostada en cada entrada). Además del valor teórico y práctico para la lectura del texto que las precede, estas tres secciones admiten leerse como un excedente que desconstruye lo antes leído, no para cuestionar su pertinencia, sino para destacar la materialidad de su escritura y su carácter de artificio. Una especie de tardío striptease brechtiano.

 

II. Lo “ecolójico”

Los poliedros se clasifican por la cantidad de planos que los conforman: tetraedro (4), cubo (6), octaedro (8), dodecaedro (12), icosaedro (20), etc. Lo excepcional de Contraqelarre es que la multiplicidad de planos, medida por la cantidad de voces convocadas, desborda esta clasificación geométrica. Esto nos obliga a adoptar el genérico poliedro (así, con énfasis en el prefijo) para apuntar con inexactitud dicho desbordamiento. No obstante, definir el concepto de “ecolojía” en la obra de Melendes, nos puede dar un adjetivo que en conjunto con “poliedro” fragüe un mejor tropo –aunque igualmente coyuntural– para leer la exploración de la forma en Contraqelarre. Tómese en cuenta que la forma para Melendes nunca es amnésica y siempre incide en su propuesta discursiva. Por lo tanto, mi discusión sobre la forma estará en lo sucesivo inextricablemente vinculada al discurso.

Si bien lo ecolójico puede rastrearse en la obra de Melendes desde Desimos désimas (QueAse, 1976)[iii] y En Borges (reléase el epígrafe de este escrito), en los ensayos que conforman Para delfín (QueAse, 1993) alcanza su máxima repercusión conceptual.

En principio, puede decirse que lo ecolójico redefine al ser humano como naturaleza, unido al material genético y al paisaje: “El paisaje i los jenes no se pierden con el uso de la sensibilidá i la rasón.” (Para delfín, pág. 92). Genética y paisaje son factores que rebasan al individuo: el primero lo ubica en una genealogía familiar (social)  y el segundo lo contextualiza en un espacio histórico.  De este planteamiento de base Melendes articula su crítica al antropomorfismo como escisión del ser humano respecto a la naturaleza; violencia que en clave platónica sublima al humano como inteligencia.[iv] A esta falsa dicotomía Melendes opone un vínculo inextricable entre paisaje y humano que se trama en el cuerpo: “Usamos de la naturalesa como un mueble, como camino, como comida; sin acordarnos del pájaro qe abita en mí, el qe liba a la amada i al amado; el esqeleto duro de calsio qe resiente el barrunto por mí, i qe irrigado después de la fatiga nos penetra en el sueño como canoa; sin acordarnos del árbol qe soi cuando la arboladura de los nerbios se pára en la tormenta del plaser.”(95) Lo ecolójico se mineraliza en el cuerpo.

La recuperación ecolójica desde el cuerpo vehicula a su vez un reconocimiento del límite del logos: “Todo pensamiento, qiérase qe nó, es parsial. Por lo qe todo intento de jeneralisar el pensamiento, sierto modelo de pensamiento conosido i ‘abitado’ por mí, asta toda la umanidá durante todo el tiempo i atrabés de todo el espasio, es sineqdótico, un recurso retórico.” (Para delfín, pág. 74). Lo conceptual en Melendes es también un tropo, una respuesta por fuerza parcial; de ahí que cualquier pensamiento totalizante sea un artificio del lenguaje y, por ende, admita una lectura cuestionadora. Además del alcance ontológico y epistemológico, esta deconstrucción tiene una repercusión política y cultural de mayor alcance: una crítica al eurocentrismo y sus violencias en América desde la colonización hasta el presente.  En este asunto, Melendes elude la dicotomía entre centro y periferia, entre eurocentrismo vs. americanismo como lo no-eurocéntrico, para proponer un tercer paradigma: lo euroexéntrico. Con este concepto la negatividad de lo americano (como lo no-europeo, como carencia o atraso) se resemantiza como referencialidad positiva (lo euroexéntrico como las carencias no-americanas en Europa). En ello lo ecolójico gana una dimensión cultural y política. Supone la quiebra de la violencia simbólica de Occidente y la pluralidad, no exenta de tensiones, de varios modelos culturales.[v]

Por último, lo ecolójico como pluralidad cultural, sugiere Melendes, implica la coexistencia de las alteridades y la posibilidad del intercambio entre éstas. Estos intercambios suponen una ética en que las identidades individuales y colectivas (regionales, nacionales) no repliquen las violencias históricas y simbólicas de la colonización o el chauvinismo: “Tener consiensia de los límites, ser umilde, nos abre todo un espasio de apresiasión de lo otro, no estando desbordados de nosotros mismos. Tener esa umildá de saber qiénes somos, de definirnos (conocer nuestro fin), nos añade el basío por ser yenado con lo qe caresemos, no somos, i por eso nos falta. I ese qerer ‘lo otro’, no para atragantárnoslo, para partisipar, respetando su espasio, nos lo gana, nos lo añade, ayá, suyo”. (Énfasis en el original.) Para delfín, pág. 98.

En suma, lo ecolójico implica de forma más o menos concatenada: el humano como naturaleza, la recuperación del cuerpo, el cuestionamiento del logos, la deconstrucción de los modelos culturales totalizantes y la posibilidad de la coexistencia con otros (individuos, naciones, regiones culturales) sin el ejercicio de la violencia colonizadora ni la pérdida de la identidad propia (individual, nacional, regional). Este carácter multifacético del concepto encuentra su correspondencia en la hibridez estructural y discursiva de Contraqelarre. Así lo leo en varios niveles que enumero a continuación:

1) En la discontinuidad del tiempo. El tiempo en Contraqelarre es de una maleabilidad aérea: amalgama diacronía y sincronía de forma tal que suscita en el lector un efecto sinfónico por la notable capacidad del narrador-impostor de lograr que el texto fluya de una voz a otra, de un tiempo a otro. Podría decirse que los tiempos se subsumen ecolójicamente en el texto. Aun cuando deslindamos temas recurrentes en varios tiempos (como, por ejemplo, el tema de la función social del poeta), dichas reiteraciones funcionan como las variaciones de una misma partitura musical. Una clave de cómo funcionan las temporalidades en Contraqelarre nos la ofrece un aforismo adscrito a Elizam Escobar: “El tiempo no se repite; pero juega a composisiones analójicas.” (266)

2) En la discontinuidad espacial. Como apuntáramos arriba, desde el principio de Contraqelarre se vulnera la unidad del espacio. De todas partes del planeta, incluso desde el no-lugar de la muerte, parecen llegar como un conjuro las voces que habitan el libro. La intimidad de las voces cancela el efecto de pastiche y suscita, mediante la confluencia centrípeta de los espacios en el metaespacio textual, la ficción de un viaje estocástico, a la manera de un hipertexto virtual.

3) En el contrapunto polifónico. Si bien los discursos facetados poliédricamente en 365 entradas tratan asuntos caros a Melendes (el colonialismo, lo euroexéntrico, la identidad nacional, la vocación poética, la revolución, etc.), éstos se yuxtaponen con otros discursos que crean contrapuntos y tensiones discursivas que el lector agradece. Se mantiene así el interés al tiempo que crea pequeños nódulos narrativos que el lector podrá recorrer a su gusto. Texto tan vasto nos invita en la relectura a cruzarlo a partir de dos o más hablantes. Recorrerlo a partir de parejas de voces como Mallarmé y Rilke, Neruda y Vallejo, Borges y Lezama Lima nos retribuye con una experiencia sinecdótica extrema, un corte poético de la totalidad del universo narrativo de Contraqelarre.

4) En la impronta poética de la narración. En el nivel retórico, aunque muchas veces las voces tienen la plasticidad del habla (la intimidad verbal de una conversación, un diario o una carta personal), éstas no se leen como mero documento narrativo sino también como registro poético en prosa. Análogo a la poesía de verso libre, las oraciones están casi siempre escanciadas en ritmos precisos[vi] al tiempo que se privilegia retóricamente la sinécdoque. En ello leemos una tensión entre la forma fija y una visión que se sabe parcial, como la tirada de dados mallarmeana pero sin la agonía ontológica del simbolista francés.[vii] En esta contaminación de la poesía en la prosa (sin que sea prosa poética en el sentido convencional), apreciamos un abandono de la causalidad o el efecto de ésta en géneros prosaicos como el tratado filosófico, la historiografía, el ensayo y la narrativa.

5) En el carácter transgenérico del libro. En este rasgo el texto es de una riqueza que nos recuerda la mutación de formas en el Ulises de Joyce, cuya voz, de hecho, figura en Contraqelarre. Pero lo que en la obra maestra del irlandés se experimenta de forma secuencial, en el libro de Melendes se trama desde las primeras páginas y se sostiene en lo sucesivo de forma casi continua.

A continuación detallo esquemáticamente la confluencia de géneros literarios en el texto:

a) El género más ostensible en Contraqelarre nos lo anuncia la contraportada al referirse al libro como “Diario de diarios”. La división del texto en imposturas que refieren a los meses del año y las 365 entradas que conforman el grueso del libro (cada una encabezada con fecha y lugar), remiten indudablemente al género del diario. También el tono intimista de la mayoría de las voces es cónsono con el género. La cronología, sin embargo, tan cara al diario, es socavada desde el principio. En esta fisura temporal leo una transgresión genérica, un desbordamiento hacia otras estructuras más híbridas.

b) Como hemos apuntado ya, retórica y conceptualmente prosa y poesía se contaminan. El narrador, impostor in extremis, logra la colindancia de la exactitud y la visión fragmentaria de la poesía junto con la fluidez propia de la narrativa intimista, en primera persona.

c) La pluralidad de voces convocadas en Contraqelarre (referenciadas casi en su totalidad a escritores, intelectuales, artistas y revolucionarios) permite leer el texto como una memoria sesgada de parte del siglo diecinueve y casi todo el siglo veinte. Una memoria-mosaico, donde se respetan las voces individuales pero que en el contexto amplio del texto se colectivizan.[viii]

d) El uso de la impostura como estrategia narrativa explícita nos permite leer irónicamente todo el “diario” como una autobiografía en clave. [ix]  Aparte de las cinco entradas que refieren a la voz impostada del autor, las demás nos dan un mapa, si bien parcial, de la monumental formación intelectual de Melendes y su forma filológica de leer. En esto leemos parte de su autobiografía intelectual, la que mejor da cuenta de un escritor erudito: un asomo a su secretum creativo.[x]

e)  Nos lo sugiere con algo de ironía la contraportada de Contraqelarre: leer el libro como una obra de teatro (“Es una obra de teatro, ¡pero qién la monta!”). Si bien la extensión del texto y la cantidad de voces la haría irrepresentable, hay varios elementos que desafían estas limitaciones. Tanto por la cualidad íntima de la prosa (que lo acerca a la oralidad) y el uso de la primera persona singular, no sería exagerado leer el libro como una convergencia de monólogos. Esto permitiría representar, no todo el libro, no todas sus voces, pero sí una selección de éstas. Incluso un solo actor bastaría para derivar de Contraqelarre una adaptación teatral.

f) Por último, Contraqelarre se lee como una novela, justamente por la capacidad de integrar tantos géneros, así como por la multiplicidad de voces y la estrategia narrativa (la impostura) que la hilvana. Una novela soberbia, de una maestría que robustece un género más bien amnésico en el mercado editorial actual.

En conjunto, la trasposición de lo ecolójico en Contraqelarre se fragua en hibridez formal y discursiva; una hibridez expansiva, abierta, donde las voces confluyen, participan, a veces se violentan unas a otras, pero sin perder la especificidad de cada una. Lo propio y lo ajeno se subsumen como confluencia de alteridades, donde lo público y lo privado, lo nacional y lo trasnacional, lo estético y lo intelectual, así como otros binarismos mencionados u omitidos arriba, se transgreden para sugerir, siquiera textualmente, la coexistencia dialógica.

 

III. Una lectura sesgada

El poliedro ecolójico que es Contraqelarre invita, por supuesto, a múltiples lecturas. Arriba he detallado los puntales estructurales y discursivos que me parecen fundamentales para un mejor aprecio del texto. En lo que sigue ensayo una lectura hipertextual, tal vez veleidosa, de una unidad mucho mayor. Me concentraré en glosar las cinco entradas en que interviene la voz de Ch (apócope de Che Melendes) como impostura del autor, a riesgo de violentar la propuesta ecolójica del libro. Sirva como convite para que otros lean y comenten el texto, desdigan mi lectura o la amplíen. Ecolójicamente.

1. Primera intervención: “Ch-disiembre 24, Buenconsejo, R.P.” (25)

En esta primera toma de la palabra, Ch, desde su espacio doméstico, monologa sobre el origen de su vocación poética como una adicción con la cual buscaba curarse del “enfisema de los griyetes” de la colonia. Nos cuenta que la poesía como terapia y evasión devino, sin embargo, en una droga “eroica” que lo confrontaría consigo mismo y le permitiría ser todo. Esta noción demiúrgica de la poesía le permite incluso levantar los muertos: una clave de lectura, un espejo textual de lo que precisamente activa gran parte de la sinfonía de voces que componen Contraqelarre. Otra clave de lectura que permite calibrar la estrategia discursiva de la impostura como inflexión de lo biográfico y lo fictivo, se revela al dirigirse a los lectores: “Se los estoi disiendo: asta asiendo imposturas, el postor se retrata”.  No menos importante en esta primera intervención de Ch es que nos permite ver sintéticamente su cotidianidad (mapeo de dormitorio, lavado de ropa) y la reflexión, siempre contestataria, de la consecuencia de haberse metido a “este lastre de ‘sinsero’”, detalles que nos acercan, de forma dosificada, a cierta vulnerabilidad del autor.

2. Segunda intervención: “Ch-marzo 30, El Coquí, Salinas” (128)

Esta segunda intervención adopta la forma de un diálogo implícito con José Manuel Torres Santiago, poeta de Guajana y autor de La paloma asesinada. En este breve apartado introduce el tema de la contingencia y la ausencia de valor intrínseco de las cosas. Ni la poesía ni Ch mismo como poeta se atan a una ficción de trascendencia. No se trata, sin embargo, de un gesto nihilista, sino de ubicarse como sujeto en un paisaje colectivo e histórico que achica el ego para rebasarlo. Lo heroico, sin embargo, no se abandona completamente. Persiste en la resistencia (y terquedad) de las convicciones estéticas y políticas de Ch, sin esperar el consuelo del reconocimiento que mercadean las instituciones y promueven las veleidades de un mercado literario frívolo. Hay incluso una apertura al relevo: a que venga “otro más jodón qe nosotros qe nos supere”. Cónsono con esta actitud de des-consuelo hacia el quehacer literario de toda una vida, Ch contextualiza ecolójicamente el “ego” como algo “bien chiqito” que no vale ni la culpa. El futuro es pura contingencia y la poesía uno de sus avatares.

3. Tercera intervención: “Ch-enero 13, Bonaire” (210)

Vuelve al monólogo, al discurso intimista que suscita el género del diario. Esta entrada se distingue porque marca el exilio textual de Ch, en este caso, en Santiago de Cuba. Este desplazamiento físico corresponde al desplazamiento sígnico que define su relación con el lenguaje. Parte de una confesión: “Me extrabié en las palabras”.  En lugar de vocación salvadora, aquí la poesía toma un cariz más problemático. La poesía puede ser también un laberinto donde palabra y referente pierdan su nexo. Este desfase dramatiza el efecto paradójico del lenguaje: ser a un tiempo puente y abismo respecto a “lo real”. En palabras de José María Lima, es entender el valor dual del lenguaje como soga y cuchillo, es decir, como “instrumento” que ata y desata.[xi] En Ch ocurre el desfase radical: la sensación de portar las llaves (las palabras) y “el olbido de las puertas para las qe las recortamos”, esto es, el extravío del referente. Esto explica también el desfase de lugar: el encabezado indica Bonaire, pero la voz dice estar en Santiago de Cuba. Como si Ch se hubiera convertido en un minotauro desmemoriado en la casa de la forma.

4. Cuarta intervención: “Ch-junio 12, Montego Bay (ausente)” (218-219)

Del cisma entre la palabra y su referente Ch desemboca, en esta cuarta intervención, en una de las constantes de su obra: la reflexión sobre la forma. Por la maleabilidad de la estructura poliédrica de Contraqelarre, cualquier disquisición teórica es asimilable. Igual que en Secretum, texto predominantemente prosaico donde teoriza sobre los géneros, en este apartado Ch vuelve a discurrir sobre la prosa y su posible fusión con la poesía.[xii] Si en Secretum realiza un texto de permutaciones (“Sien”) en que un párrafo poco a poco, a lo largo de cien variaciones mínimas, termina transformado en prosa poética, aquí habla de “sien frases” como el vaso donde se cuaja la impostura mayor de la prosa: la creación de un personaje: “Estas sien frases, simularán el cuajo de un personaje reflexionando su importansia; qe documenta su elexión para compareser en testimonio”. Lo metatextual opera aquí como espejo para que la prosa se mire y exponga sus goznes, su forma, una praxis propia de la poesía. En este apartado, además, nos da otra clave de lectura fundamental para entender el pulso híbrido de todo el libro: “Escribo la prosa como la poesía, así qe el ridmo cuenta.” Así lo podrá constatar el lector en Contraqelarre: la fusión de prosa y poesía, el libro como punto de inflexión de ambas. En este sentido, al menos en la plasmación textual, Melendes se aparta de las demarcaciones duras entre prosa y poesía que expusiera en “Campos de Bataya” (Secretum, pág. 100) para decantar un discurso en que amalgama con tino ambos registros literarios.

5. Quinta intervención: “Ch-mayo 12, Saint Thomas” (263-264)

En esta última intervención Ch, todavía exiliado, “dialoga” con dos mujeres fenecidas: su propia madre, muerta al él nacer, y la poeta Ángela María Dávila, compañera de generación. En este sentido, es significativo que la entrada se encuentre en la sección “Calendas”, nombre de connotaciones religiosas y míticas.[xiii] No extraña, por ende, que el narrador le hable a las dos muertas para asumir sus ausencias como potenciadoras de la creación poética. Parte de una reelaboración del tópico de la creación como parto: “Madre: Me falta mucho por sufrir para parirte.” Aquí, sin embargo, el parto es más que metáfora de la dificultad de la creación, más que significar la obra resultante como hijo. Se trata de una feminización de la voz narrativa para tramar con ambas mujeres su diferencialidad, su “yenura de otra cosa”, su incompletitud. Llenar el vacío es sustituir la horma de lo femenino por la horma de la poesía, aunque el resultado sea imperfecto, un “torpe muñeco de budú”. No importa. Aun cuando “las palabras no hacen el amor / hacen la ausencia”, como escribió Pizarnick, para el narrador-poeta es consuelo suficiente para impulsar su compromiso de devolver poéticamente el parto de su madre y levantar a Ángela María de la “muerte como un símbolo”. En un sentido más amplio, se trata de un testimonio conmovedor de la fe de Melendes en el quehacer poético como compromiso de vida hasta el advenimiento del secretum último, el de su muerte.

 

IV. Cúmulos finales

Contraquelarre narra la historia poliédrica de una vocación poética asumida a ultranza, como forma de interrogar el mundo, la historia y sus consecuencias en el devenir. Es a su vez una memoria histórica cifrada a través de más de 250 voces impostadas de escritores, intelectuales, revolucionarios y artistas, entre otros, que densifican colectivamente el texto. Mediante la estrategia narrativa de la impostura rinde homenaje a todas las voces convocadas al tiempo que vulnera la frontera entre biografía y autobiografía. El hecho de que opte por ficcionalizar las voces revela las gradaciones afectivas de los “encuentros” del autor con los “personajes” conjurados (en persona o a través de la lectura), al tiempo que le confiere al texto su carácter más estremecedoramente humano. En fin, leo Contraqelarre como un testimonio magistral de que la literatura en todos sus avatares, en tiempos y espacios divergentes, es siempre una apuesta al diálogo, a la participación en el paisaje amplio de la humanidad que, al menos en este poliedro narrativo y poético, es querencia ecolójica, esto es, igualitaria.

 

V. Coda: hacia una lectura ecolójica

Según Ricardo Piglia, “[l]a crítica que escribe un escritor es el espejo secreto de su obra”.[xiv] De ahí que la lectura que he ensayado de Contraqelarre se haya limitado principalmente a sus valores formales. En este sentido, mi lectura, como ocurre en todo aquel que ejerce la pasión crítica, es interesada: responde a mi gusto, a mi historia como lector y a mis propias exploraciones literarias. Entiéndase, pues, como un ejercicio parcial y arbitrario que no pretende ser exhaustivo, menos aún con un texto tan polivalente como Contraqelarre. Este libro de libros admite y merece otros acercamientos críticos.

En la parte introductoria mencioné de pasada que una de las razones que explican el silencio crítico en torno a la obra de Melendes se debe a su escritura fonética. Para muchos esta escritura obstaculiza la comprensión textual, y se presume como una veleidad del autor que hace inmeritoria la lectura de su obra. Si bien es plausible debatir sobre la dificultad que entraña el sistema escritural de Melendes, descartar por ello la lectura de su obra no es más que un prejuicio crítico empobrecedor. En esta tachadura a priori subyace una arrogancia rectificadora que presume que un texto debiera leerse más allá de su facticidad, es decir, más allá de ciertos límites y condiciones que suscribe en él su autor, aun cuando constituye, como en la escritura fonética de Melendes, un rasgo idiosincrásico. Puede gustarnos o no, pero impugnarla sería tan caprichoso como cuestionar el hermetismo de Lezama Lima. Indudablemente, ambos poetas suscriben rasgos antipáticos al mercado literario actual, más dado a la asepsia textual y al abrazo de fórmulas higienizadas, pero esto no tiene que ver con el valor literario. No se trata tampoco de oponer una valoración estricta entre literatura de mercado y literatura marginal, sino de expandir los espacios de la pasión crítica mediante una práctica de lectura más inclusiva, más ecolójica, que apunte hacia la coexistencia de registros literarios heterogéneos, más allá de las ortodoxias del mercado o de un canon o contracanon de valor más bien académico.

Quien supere el extrañamiento inicial que provoca la escritura fonética de Melendes accederá a una de las pocas obras verdaderamente imprescindibles de los últimos treinta años en Puerto Rico y más allá de la ínsula, tanto por su erudición como por su solvencia estética. En Melendes se halla la vocación y la praxis literaria a ultranza, la erudición enciclopédica y el riesgo creador de componer textos híbridos que violentan brutalmente la forma. Esto último no es una deriva tardía del autor, sino una de las cualidades más consecuentes de su obra, particularmente desde la publicación de En Borges en 1980. Aun si nos circunscribimos a esta cualidad, la obra de Melendes excede la lectura arqueológica (que remite a una generación literaria atada a un contexto histórico específico) y gana cada vez mayor pertinencia en la actualidad cuando la postmodernidad tiene como uno de sus puntales estéticos y conceptuales la hibridación de los géneros.[xv]

Sin duda podemos discrepar de algunos elementos de la obra de Melendes. En mi caso particular, la línea pedagógica de algunos de sus textos más políticos me parece residual y, en sus peores momentos, extemporánea. No obstante, la lectura ecolójica y cierta sagacidad crítica postmoderna me permiten apreciar esta obra más allá de este reparo. La lectura gozosa,[xvi] la lectura de los entresijos, puede también adoptar la figura del lector salteado, de quien teorizara Macedonio Fernández en El museo de la novela de la Eterna. Este lector libérrimo no tendrá problemas para abordar la obra de Melendes que, por su hibridez transgenérica, supone una noción plural y sesgada de la lectura. Gracias a esto, textos como Contraqelarre y La casa de la forma desbordan las filiaciones estéticas, filosóficas e ideológicas rígidas, y convidan a un lector más desenfadado y ecolójico. Asumir ese otro lector ha sido también la querencia de este ensayo.


[i] En los párrafos introductorios de la entrevista “Joserramón Che Melendes, la disidencia necesaria” en el libro A quemarropa, Hato Rey, Publicaciones Puertorriqueñas, 2005, págs. 83-84, Eugenio García Cuevas elabora mejor el paralelismo entre Melendes y Borges, al tiempo que anticipa el revisionismo crítico del que este ensayo se hace eco: “Me atrevo a adelantar, que cuando en Puerto Rico renazca una corriente crítica más templada, que estudie y juzgue su escritura sin las interferencias personales, políticas o generacionales que a veces derivan en extravíos; y que esa crítica se aleje de las distracciones en los muchos ripios que produce, no rara vez, toda literatura, habrá que reexaminar mucha de la crítica literaria que actualmente se escribe, y revalorar muchos de los juicios que se hacen sobre autores tenidos como acreditados. Tal vez, cuando se pase recuento de manera equilibrada, se encontrará que en Melendes está la horma oculta de muchos de los que hoy gozan de un reconocimiento exagerado y soplado especialmente en las promociones de los ochenta en adelante. Pienso que cuando esto suceda habrá que empezar a apuntar que en este escritor reside, posiblemente, el proyecto de escritura más análogo a lo que podría ser un Borges puertorriqueño.”

[ii] Puede definirse un proceso estocástico como una sucesión de variables aleatorias que guardan tangencia con una variable continua, usualmente el tiempo. En Contraqelarre lo aleatorio es extremo, pues las dos zapatas de la construcción narrativa tradicional –tiempo y espacio— no se alinean en ningún momento.

[iii] Considerablemente ampliado en dos ediciones posteriores en 1983 y 1996.

[iv] En palabras de Melendes, el antropomorfismo consiste en la “exaltasión cualitatiba de la intelijencia (su capasidá espesial de plan, ordenamiento) en una cualidá (perdón) qe lo separa de la ‘naturalesa’. (Para delfín, 94)

[v] Véase Para delfín, págs. 9-11.

[vi] Fíjese en el uso idiosincrásico del punto y coma (;) en el texto. Esta característica retórica se lee también en toda la ensayística de Melendes. Véanse, por ejemplo, Para delfín y Postemporáneos (QueAse, 1994).

[vii] Este dialogismo entre formas fijas y contingencia se lee con mayor claridad en la poesía publicada de Melendes. En la exploración de la décima en Désimos désimas y del soneto en La casa de la forma.

[viii] Lograr la confluencia de tantas voces en el texto es sin duda uno de los logros mayores de Contraqelarre, su pulso épico. Sin embargo, la casi total ausencia de voces femeninas (sólo dos: una vietnamita revolucionaria y la voz de ultratumba de Ángela María Dávila) delata un universo misógino. No es un faux pas; el título del libro se pronuncia contra el aquelarre, ese lugar donde las brujas celebran sus reuniones y rituales. Melendes, tardíamente, contrapone la figura de Dávila: “Aparte de la gerriyera biednamita, aqí no están embras imbitadas. Pero este muñecón de testosterona no me ba a proibir qe le desmadre la plana el día de mi cumplenada.” (265) Si bien se aprecia la ironía hacia el “muñecón de testosterona”, se trata de la excepción que confirma la regla. De cualquier forma, las únicas representaciones de mujeres admitidas en “la plana” del libro son prototipos “masculinizados”: la vietnamita es una espía revolucionaria, tributaria de lo épico, y la poeta es otredad mítica.

[ix] Esto se anuncia desde el epígrafe del libro, una cita de La lotería de Babilonia de Borges: “Además, ¿quién podría jactarse de ser un mero impostor?” No es la primera vez que Melendes utiliza la cita para significar el uso de la impostura como recurso narrativo, si bien los resultados anteriores fueron desiguales. Véase la sección “dTra(u)mas” de Secretum, pág. 82 y ss. Para una breve elucidación teórica-poética de la impostura, refiérase al “apéndise” de Contraqelarre, pág. 272.

[x] El mismo texto nos ofrece claves que apuntan a la relatividad entre biografía y autobiografía que validan mi lectura. Basten dos ejemplos: “La biografía es un segmento ilusorio de la bida de la espesie.” (atribuido a H.M. Enzenberger, pág. 119); “Trajedias indibiduales, claro qe ocurren; i los grandes artistas las combierten en obras importantes, paradigmáticas, para otros, de sus propias trajedias no tan caragterisadas. Lo qe no deja de aser a esas trajedias indibiduales de los artistas, colegtibas; al contrario, prueba aun en esas ‘bersiones’ del arte, o sobretodo en esas expresiones, su esensia colegtiba.” (atribuido a Eduardo González, pág. 120)

[xi] Véase el poema en prosa, suerte de manifiesto lingüístico, “El lenguaje es…” de José María Lima, La sílaba en la piel, Río Piedras, QueAse, 1982, pág. 222.

[xii] Proyecto concretado en Paradiso de Lezama Lima. Fíjese en el guiño al cubano, a su poema “Para llegar a Montego Bay”: el lugar “(ausente)” donde se imposta la voz de Melendes en esta intervención.

[xiii] La primera acepción de calenda es “lección de martirologio romano, con los nombres y hechos de los santos, y las fiestas pertenecientes a cada dِía”. Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, vigésimo primera edición, Madrid, Ed. Espasa Calpe, 2001, T. 1,  pág. 363.

[xiv] Ricardo Piglia, Formas breves, Barcelona, Anagrama, 1ra ed. argentina, 2005, pág. 141.

[xv] Aquí nos limitamos a hablar de la relevancia de Melendes como creador. Pero para aquilatar plenamente su importancia habría que añadir su trabajo pionero como editor de QueAse desde 1976, dos décadas antes del surgimiento de las llamadas editoriales alternativas, surgidas en Puerto Rico desde mediados de la década del noventa. Asimismo, habría que añadir su trabajo como antólogo en Poesíaoi: Antología de la sospecha (1978), así como sus libros de crítica sobre figuras como Juan Antonio Corretjer y Elizam Escobar. No menos importante han sido sus talleres de poesía en la formación de talentos poéticos de promociones posteriores. Sobre estas otras facetas de su quehacer literario, véase la entrevista “Che Meléndez: Yo creo en las generaciones” en Melanie Pérez Ortiz, Palabras encontradas, San Juan, Ediciones Callejón, 2008, págs. 281-300.

[xvi] “Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica  confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje.” Roland Barthes, El placer del texto, trad. Nicolás Rosa, B. Aires, Siglo XXI Editores, 2003, pág. 25. Debe entenderse, por consiguiente, que la lectura gozosa es la que deriva del texto de goce.

para-muertevela

Por Pancho

 Como una pulsión impostergable, en cuanto supe por la prensa que había muerto y que lo expondrían en la funeraria Ehret, me dije que iría a rendir mis respetos al poeta José María Lima. No lo había conocido como persona, pero sí había leído con admiración gran parte de su obra publicada. Sin duda, podría honrarlo releyendo su obra o escribiendo sobre ésta, pero la humanidad de su poesía había calado a tal punto en mí –y en algunos de mis propios papeles—que el aprecio estético e intelectual me parecía poco. No soy dado a las elegías ni a los ritos fúnebres fuera de mi familia más cercana, pero en el caso de Lima haría la excepción. Había muerto un gran poeta puertorriqueño y quería expresarle, siquiera de forma modesta, como un deudo más, mi agradecimiento a su sílaba en mi piel.

Como lector de Vallejo, Lima debía conocer el poema Masa, las transacciones de la muerte con la memoria colectiva, aunque probablemente, por su conocida humildad, el poeta no vislumbrara para sí el homenaje multitudinario que el poema adjudica épicamente al “combatiente”. Además, Lima, como nos dice Mayra Santos Febres en un texto de su blog Lugarmanigua, era consciente de la amnesia cultural de la colonia, esa estática que fractura las cristalizaciones simbólicas que crean y recrean la memoria colectiva. Acaso por conocer esta precariedad, el destino de su obra después de la muerte no fuera tema importante para Lima como pudiera haber sido para cualquier otro poeta de su estatura.

El destino de la obra no, pero el tema de la muerte sí se inscribe en su poesía. La muerte aparece como un fantasma con varios rostros en La sílaba en la piel, editado rigurosamente por Joserramón “Che” Melendes en 1982. El mismo Che nos lo recordó en el homenaje artístico que se le hiciera al poeta en la capilla F de la funeraria Ehret. Leyó dos textos del libro. El primero, fragmento de un poema en prosa más extenso, dice:

“Te vas a joder» me entró al cartílago. Lo dice un nueve de diamantes que ocurre ahora completo en el tapete. «Que me joda» contesto imaginándome rey de espadas. Concluimos que la muerte ronda a este saco de huesos que echo a andar a diario. Intercambiamos monedas, retratos, pasadas experiencias de gatas histéricas, risas con sangre, un saludo cordial y más pocillos. (198)

En la cita advertimos la actitud aguerrida del poeta ante la muerte que ya lo ronda. Te vas a joder, te vas a morir, advierte el nueve de diamantes, con la violencia de una sentencia inapelable, como si advertírselo fuera a intimidar al poeta y con ello forzar alguna capitulación. Pero el poeta acepta su destino con entereza y desafío: que me joda. Y convenido el pacto futuro con la muerte, el duelo de cartas muta en camaradería.

En el segundo texto que leyera el Che, el hablante poético habla desde la muerte. Pasa balance sobre la memoria y desmemoria que se cierne sobre su tumba. Lo hace con austeridad, sin reproches ni amargura. Por esta razón no le inquieta que en ocasiones su tumba sea “inconspicua”, “una piedra más” o “un gran muro, negro y liso, infranqueable, por tanto insignificante”. No sabe si duerme o si a veces se despierta; sabe que está solo, inescapablemente solo, pero sueña un sueño único, igual e igualitario, donde todo significa, incluso “los héroes duros, fríos, amarillos”. Desde ese ambiguo interludio entre la vigilia y el sueño, el poeta nos devela la prolijidad de su visión filtrada por el silencio, que por fuerza excede la palabra y se resuelve en exclamación final:

Pasan flotando restos de cráneos de desterrados

con grandes letras brillantes en el lugar de la frente.

Faroles de sílabas que estuvieron siempre presentes,

pero que yo nunca advertí antes.

Mis ojos abiertos al silencio

me dicen muchas cosas.

¡Tantas cosas! (132)

Si en el primer poema, la inminencia de la muerte es confrontada por el poeta con cierto desafío conciliador, en el segundo, ya en su tumba, acoge la muerte con imperturbabilidad. Su muerte, pétrea como su tumba, le depara el descubrimiento de las bondades del silencio que le dirá “tantas cosas” estremecedoras.

Estremecimiento análogo provoca la muerte física de José María Lima. Desde su aparente silencio, la cálida madera de sus libros gana realce. Para el que sepa leerlos no les dejará de decir una y otra vez esos “[f]aroles de sílabas que estuvieron siempre presentes”, pero que tal vez no advertimos antes.

Así me ha ocurrido, me ocurre y me seguirá ocurriendo, en especial con los primeros treinta años de obra poética contenidos en La sílaba en la piel. Lo intuí desde la primera lectura, cuando se me impuso un fragmento de poema que coloqué como epígrafe de mi primer libro:

Recuerdo una distancia

ajena a los caminos

resistente al atisbo y los cansancios

tan densa en direcciones

que es preciso olvidarla

cuando anhelo burlar a los abismos

tan escueta que es fuerza abandonarla

si persigo

encuentros eficaces

tropiezos fidedignos

construcciones exactas

ciudades ordenadas que me alberguen. (126-127)

Un poema que es ars poético, pero lo suficientemente hospitalario para que alguien como yo, que sólo sabe narrar, lo atesore como abismo y brújula de su propio enfrentamiento con la creación.

Tuve la oportunidad de expresárselo al poeta hará unos cuatro años en las inmediaciones de Radio Universidad. Lima caminaba por allí lentamente, encorvado, calzando las sandalias que eran típicas de su indumentaria. Al verlo superé mi habitual timidez y me le acerqué. El encuentro fue brevísimo, pero significativo para mí. Quise que supiera que un lector silvestre lo había leído con gratitud; que supiera además que alguien por ahí lo reconocía orgullosamente como poeta. Sus palabras y su gesto fueron una oportuna lección de humildad.

Años después inserté en algunos relatos de mi segundo libro un puñado de líneas suyas que trababan mejor que yo algunas soluciones narrativas. Y en un futuro, si llega a buen término, completaré un libro de ensayos que lleva por título otro de sus versos, síntesis perfecta de mis exabruptos de escritor.

Ahora que lo pienso y escribo, ante tanta deuda contraída y por contraer con la obra del poeta, no extraña la urgencia que sintiera de hacerle un pequeño tributo en la funeraria Ehret. 

***

Llegué a la capilla F a eso de las seis y cuarto de la tarde del lunes, víspera del entierro. En el recinto climatizado había sólo un puñado de familiares y amigos. Aproveché la relativa soledad para acercarme al féretro e intimar con el silencio del cadáver. Tarea de entrada difícil, en breve imposible. El cadáver, con los ojos cerrados, borroneaba al poeta que conocí con los ojos abiertos. Le habían afeitado el característico bigote que lo distingue en las pocas fotografías que circulan de él en el Internet, el mismo que luciera cuando le hablé cerca de Radio Universidad y  que todavía lucía en un homenaje a Pietri y Corretjer que se organizara en el Café Seda en mayo de 2007. Peor aún, encima del féretro, adosada a la pared, había una imagen de un cristo rubio (“Aquel a quien AQUEL enviara”), ése que Lima llamara en un poema “espantapájaros universal”. Una metáfora mordaz que tachaba el icono religioso para indagar sobre la historia puertorriqueña desde el materialismo histórico. Aquella imagen, parte de la decoración estándar de las capillas de Ehret, se me antojaba como la antípoda del compromiso político del poeta, quien por autoproclamarse marxista-leninista  de vuelta de un viaje a Cuba a principios de los sesenta, había sufrido una encarnizada persecución política en la U.P.R. de Río Piedras, maliciada por casi todos los medios de comunicación de la época. Por último, vi junto al rostro del cadáver un crucifijo. Entendí entonces lo obvio: que ése que tenía ante mí ya no era AQUEL, el poeta a quien quería rendir un callado tributo, y que el símbolo religioso era probablemente una concesión a la familia. AQUEL, suspendido en la muertevela, aguardaba por ser sepultado. Una vez en su tumba, nos lo había anunciado en La sílaba en la piel,  abriría sus ojos al silencio para seguir viendo tantas cosas.

 ***

Si como dijera Ernesto Sábato un hombre dormido es un simulacro de cadáver, ¿podría un cadáver ser un simulacro de hombre dormido? Sólo para la trascendencia de la fe religiosa, con la que sabía que Lima no comulgaba y yo tampoco. Aun así, sabiéndolo en la muertevela, decidí quedarme un rato en la capilla. Ocupé una silla zaguera, lejos del puñado de familiares y amigos que de vez en cuando hacían referencia a Lima, el compañero, el profesor, el padre, el ser humano que nunca conocí más allá de un encuentro efímero. La mayor parte del tiempo hablaban sobre otras cosas, cualquier cosa que entretuviera la espera. Sentado como un deudo más, taciturno, me ocupaba en pasear la vista del féretro a las coronas de flores, de un arreglo con la bandera de Puerto Rico al puñado de gente allí congregada, del cristo rubio al perfil mulato del cadáver. Entretenido en esa calistenia de la mirada, entreoí que habría un homenaje artístico a Lima a partir de las siete de la noche. Un amigo me lo confirmó en el vestíbulo de la funeraria

El homenaje comenzó casi una hora más tarde de lo programado. Poco antes, Aurelio, el hijo de Lima, había descorrido el velo del ataúd para mover a un lado el crucifijo y colocar un cuadro de Albizu, un símbolo más caro a los afectos del poeta. La capilla, que había estado prácticamente vacía, de pronto se abarrotó. Se ocuparon todas las sillas, muchos quedaron de pie, otros se sentaron en el piso, con la trepidación de un público que acude al teatro. Era en efecto teatro, como tantas cosas de la vida, un drama para celebrar el arte del fenecido poeta. Así lo estableció de entrada Aurelio, hombre de teatro al fin, quien agradeció la presencia de todos e inmediatamente nos hizo escuchar la última grabación de la voz de su padre. De la grabadora volvía a escuchar al poeta leyendo su poesía en el Café Seda. Aquella voz ocurría en dos tiempos y en dos espacios diferentes: veíamos con dificultad su breve figura leyendo sentado mientras Aurelio le sostenía el micrófono casi dos años antes, al tiempo que acá, en la capilla F, seguíamos la caída paracaidista de su voz fañosa, al decir de Yván Silén en un poema recién publicado en Claridad. Cuerpo y voz decaían, pero el poema no. El poema encadenaba una hermosa cosmogonía de diosas tutelares, fraguada a partir de expresiones boricuas, donde  cotidianidad y mito confluían. El texto largo y parsimonioso, de cadencias exactas a la voz del poeta, sostuvo el interés casi unánime de todos, tanto de los que asistimos al Café Seda como de los que escuchábamos en la capilla F. En fin, imaginería mítica y humor provocaron la admiración y la risa en dos espacio-tiempos desfasados, señal de la vitalidad de la última poesía de Lima.

Luego de escuchar la grabación, Eric Landrón leyó un poema-homenaje. Acto seguido, Aurelio junto a dos amigos tocaron un emotivo güiro que poco tenía que ver con el cristo rubio de la pared. Otro leyó un poema luctuoso de La sílaba en la piel (“Una oreja desprendida cae”). Mientras el Che Melendes leía, un hombre canoso, pequeño, con aliento de ron, se acomodó entre la silla de la mujer que lo acompañaba y mi silla. A ese punto del homenaje, la incomodidad no era molestia. Todos estábamos de paso por el lugar, en la muertevela de Lima, incluyendo el cadáver del ataúd, en tránsito a la tumba. Allí me hubiera quedado de buena gana si otras obligaciones no hubieran precipitado mi partida. Aun así, tuve ocasión de escuchar de boca de Aurelio otro poema de su padre (“estoy unido a la extensión del cielo”), poema que me retrotrajo al lugar donde lo leí por primera vez: en un banco ya inexistente frente al Burger King de la avenida Gándara de Río Piedras. Atardecía y aquellos versos me parecían desdoblarse fuera de la página. Era como si la voz del poeta atada “a la extensión del cielo / como por un cordón umbilical” adoptara los colores de aquel lejano crepúsculo y, a través de un prolijo manifiesto humano, me sintonizara con el entorno donde transcurría el estremecimiento de mi primera lectura. Devuelto así a mi encuentro primigenio con la poesía de Lima, ya podía marcharme en paz.

 ***

Partí lacio y tranquilo. En el tren a Santurce seguí releyendo La sílaba en la piel. Allá, en la capilla F, otros mejor que yo honraban su obra, daban señales promisorias de que ésta persistiría. Si así fuera, la partida física de José María Lima no sería más que otro tributo, el de la muerte tardía, como antes, muchos años antes, lo había reclamado el poeta: “y de la muerte quiero / lo que tiene de paz”. Que en paz, sin la violencia del olvido, sigamos leyéndolo. Así, desde el silencio de su tumba y con los ojos bien abiertos, el poeta seguirá diciéndonos los faroles de sílabas que en su poesía siempre han estado presentes. 

portadacasquillos1Por F.F.A.

Casquillos (Aventis, 2008) de J.D. Capiello Ortiz, alias el Copista Calisténico, ejerció una doble seducción para el severo lector que habitualmente soy. Mi primera lectura, por fuerza superficial, desarmó la seriedad cetácea que generalmente asumo ante el discurso poético. Para mi desconcierto y gozo, aprecié el tono de desparpajo, su decir ocurrente y maleducado (sin pleitesías con nadie ni consigo mismo) y la fluida legibilidad de su discurso. Mi segunda lectura, más detenida y concienzuda, no pudo menos que admirarse de la inteligencia de su estructura y de la coherencia de su propuesta poética. Así gozo y aprecio intelectual se fundieron para trabar una grata y sustantiva experiencia de lectura. Esta razón me ha bastado para querer compartir algunos apuntes de lectura que, aunque el texto a continuación lo desdiga, tuvo un matiz primordialmente gastronómico.

Al que lea, buen provecho.  Y al que abandone el texto, puede mirarse en el siguiente «Espejo»: «La arrogancia de unos / no es más que un reflejo al negativo / donde se proyectan las miserias / y el ego herido de otros» (pág. 55). Una cortesía del Copista Calisténico.

 

1

En el prólogo de Casquillos, Federico Irizarry Natal señala con acierto que en su conjunto los textos de este poemario pueden leerse como «una suerte de bitácora de viaje». El tropo del viaje,  común en la poesía y la literatura en general, en Casquillos toma la forma de una bitácora integrada por textos cortos, tributarios de la poesía minimalista. Lo particular es que en ésta no se consigna el gesto de un hablante poético que busca fundar su voz y su experiencia, propio del diarismo o la poesía lírica. El viaje no es introspectivo, sino desenfadadamente extrovertido, a lo largo del cual el hablante poético denominado como el Copista Calisténico (CC), cual un bufón deslenguado, consigna su lectura, casi siempre burlona, de diversos textos culturales. Las escalas de este viaje transtextual  son: el Parnaso de ciertas tradiciones literarias (la sección denominada «Homenajes»); la utilería poética y cultural (denominada «Gadgets»), y cierto mausoleo honorable («A for Ismos»), donde se asumen paródicamente algunos metarrelatos culturales que sobreviven en la actualidad.

Estas tres escalas del viaje del CC están antecedidas por un prolegómeno titulado «Tríp(tico)» conformado por tres poemas.  En éstos el hablante poético sintetiza lo que leo como un contrato de lectura que anuncia al lector los motivos medulares y más recurrentes en las siguientes etapas del viaje. En «[   ]oda a la crítica», el CC, con ademán irrespetuoso, no canta a la crítica, sino que la infantiliza al recordarle los criterios caprichosos del gusto («malo y feo») aprendidos en la niñez. Con esto, como bien destaca Irizarry Natal, la oda  se transmuta en joda y se desincentiva la pereza crítica que se arrima demasiado a las veleidades de un presunto «buen gusto». En «Homo ludens», el CC explicita su voluntad lúdica y, discursivamente, mediante la inversión de un dicho popular (ponerle el cascabel al gato), anuncia la intención carnavalesca de arrugar la almidonada gravedad adscrita a los discursos culturales. El último texto «Aforismo», mediante el paralelismo del «a –» («Normal, a normal») anuncia lo que prospectivamente será la culminación del texto, esto es, la diseminación paródica y entrópica de varias ideologías culturales y cualquier asomo de estética vanguardista. Leo, pues, los textos de «Tríp(tico)» como una metonimia del resto del poemario. Basta leerlos para cerrar el libro o para entusiasmarse a proseguir. Con esta  degustación inicial, especie de aperitivo del buffet que le sigue, se previene al lector, sucesivamente, del desdén del CC por la honorabilidad que presuntamente otorga la crítica veleidosa, del tono lúdico que anima su viaje de lectura y del afán, bajo la máscara de bufón, de decir  «impropiedades» sobre varios discursos culturales anquilosados.

 

2

«Homenajes», la segunda sección de Casquillos, está construido como un diálogo con varias tradiciones literarias. El lector puede dar por seguro que no hallará en estos homenajes placas conmemorativas ni arreglos florales. Decididamente intertextual, la estrategia del CC es la del saqueador impune. Los textos están animados por el juego, el chiste bufo, muchas veces la pulla alevosa. Baste como ejemplo, para quienes conocen el ícono riopedrense del Che Meléndez y su consabido antiacademicismo, el texto «The(saurus) Rex»: «¡Che! / Qué chiquita / te queda la academia» (pág. 24). O esta desaturación etílica del gravoso Vallejo de «Los heraldos negros» titulado «Black Labels»: «Hay lunes en la vida, tan fuertes… / Yo no sé» (pág. 25). Sin eludir la autoparodia, el CC rinde otros sabrosos y equívocos homenajes a sus partners in crime (los escritores surgidos de la revista El Sótano 00931), así como a las figuras de Iván Silén, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Luis Palés Matos, Kobayashi Issa, José Luis González, entre otros. De esta forma, el CC produce una relectura desoxidada de las diversas tradiciones representadas por éstos y, hasta cierto punto, anuncia el fin de su aprendizaje poético. Esto último lo leo particularmente en los micropoemas «Selección Múltiple» y «Selección Múltiple II», en los cuales el texto adopta la estructura de ese ejercicio de examen y el hablante poético, invariablemente, selecciona «todas las anteriores».

 

3

En «Gadgets» el CC apunta y dispara su verbo contra la utilería literaria que activa los resortes del sistema literario y el contexto cultural en que se produce. Como en «Homenajes», domina un tono desenfadado. Sin melindres, lo mismo subraya el carácter mercantil del libro -«aquí sólo vendemos literatura / el prestigio / se lo dejamos a la academia» (pág. 35)- que ridiculiza la intelectualidad académica como un hallazgo arqueológico en «Carbono 14». En esta parte se discierne, además, un gusto por desarticular nociones neorrománticas de la poesía mediante la interposición de imágenes prosaicas. De ahí que la poesía sea una «rasuradora eléctrica / de quien intenta cortarse las venas» (pág. 36) o que, en respuesta a los versos líricos de Julio César Pol («Tus senos son la poesía / todo lo demás es cuento»), sugiera explorar «las posibilidades / de ponernos prosaicos» (pág. 50), versos que se leen como burdo convite erótico y resignificación del poema lírico como artefacto antipoético. Cónsono con este «despropósito», el CC disemina un puñado de textos donde revela una actitud escéptica hacia el amor (como crianza de cuervos en «Te sacarán los ojos», pág. 44) que se cristaliza en cinismo erótico, como en el poema «Vitae Mortem Ludens»: «Por ti muero / en ti me entierro / para ti… / todo un sementerio» (pág. 46). Así el discurso intimista, propio de la lírica, se desarticula y deviene artificio lúdico en manos del hablante poético, cuya subjetividad es una especie de trompe d’oeil de cartón piedra, el escenario para activar un maleducado decir ventrílocuo. Si, como indica en el poema «¡Pst…! ¡Poetas!» las alternativas son «ser un pequeño dios» a lo Huidobro «o un grandísimo demonio» que todo lo subvierte, ya sabemos que el CC no anda armado con un revólver, como sugiere el título Casquillos, sino con un tridente.

 

4

 «A for Ismos», la última sección del poemario, constituye el destino último del viaje de lectura del CC. Habiendo pasado por los homenajes paródicos y la desacralización antipoética de la literatura, el arte y sus mecanismos de significación, el CC apunta su tridente hacia las ruinas de ciertas vanguardias culturales e ideológicas. Materialismo histórico, feminismo, posmodernismo, capitalismo, idealismo, todo lo que huela a solemnidad y grandilocuencia es desflecado por el travestismo jodedor del hablante poético. Ningún muñeco queda con cabeza, ni siquiera el mismo CC. Así lo leo en «MinimalIsmo», donde parodia su propio discurso e ironiza sobre el posible destino de Casquillos: «Un texto / que es tan pequeño / que cabe en cualquier zafacón» (pág. 73). Es justamente en esta última sección donde muestra con mayor claridad su ars poética: «Un gatillero no es / quien deja casquillos sobre el suelo, / sino quien entiende / que sólo se aprieta el gatillo» (pág. 74). En esta metáfora del poeta como gatillero, el CC hace patente que la poesía, como todo texto literario, es en realidad una coproducción de significados en connivencia con el lector. El poeta dispara y el lector traza y significa la dirección del proyectil. Pero incluso este tácito contrato de todo texto se subvierte con el final abierto del libro: una invitación al lector a escribir sus propios «casquillos». Si se acepta o no esta invitación, en el libro quedará el resto de los casquillos como evidencia de una conspiración significante.

 

5

Al óxido tradicionalmente solemne del discurso poético, Casquillos opone el valor lúdico como instrumento crítico de la poesía. Invita a una relectura desinhibida de la tradición, un saqueo de ésta, como si el hablante poético -y por extensión, el lector- fueran depredadores dispuestos a comer con las manos (sin modales ni modelos autoritarios) del buffet de la literatura y sus irradiaciones culturales. Esto se logra mediante el uso guiñolesco del hablante poético, el Copista Calisténico, cuya creación tuvo origen en la bitácora Aventis (www.aventispr. blogspot.com). Se trata de un ventrílocuo poético cuya «voz» quisquillosa, jodedora, a un tiempo paródica y autoparódica, desata una cruzada gatillera contra la seriedad y las convenciones artísticas que agravan y almidonan la poesía, la literatura y el quehacer cultural en general. De ahí que lea al Copista Calisténico como un exquisito bufón que hace de la apropiación textual (su dimensión de copista) un juego para regurgitar, como «estudiante» maleducado, un deportivo (y calisténico) itinerario deconstructivo. Casquillos, la cristalización de este gesto, consolida  contundentemente un decir poético desalmidonado, desinhibido y gozoso. Así, J.D. Capiello Ortiz (sin la oprobiosa tachadura en la portada del libro) logra que la poesía como arma o el poema como casquillo, aun en su oquedad, siga haciendo fuego.

Por Francisco Font Acevedo

I

El pasado domingo 28 de diciembre, Carmen Dolores Hernández publicó en La Revista de El Nuevo Día su lista de los diez libros del año en Puerto Rico. La reseñadora única del diario hace la salvedad de que los diez «escogidos» responden a sus «preferencias» y que los seleccionó entre los reseñados en el periódico durante el 2008. A esta lista añadió otros textos que entendía merecen mención en los géneros de novela, poesía, libros biográficos y autobiográficos, así como otros libros de categorías poco elucidadas como «ediciones importantes» y la coda sobre el tomo conmemorativo dedicado a Jaime Benítez.

En respuesta a esta lista, el amigo y colega escritor Alberto Martínez Márquez escribió e hizo circular por correo electrónico un texto que tituló «Reacción a ‘Los diez libros del año’ de Carmen Dolores Hernández de Trelles en La Revista, suplemento del diario El Nuevo Día, domingo 28 de diciembre de 2008″. En él AMM expone que la lista de CDH le causó «estupor» porque era «demasiado parcial y demasiado personal» y mostraba «mezquindad» hacia los libros de autores puertorriqueños que no se reseñan en el diario. Acto seguido, como remedio a esta omisión, suscribe un prolijo inventario (una lista más extensa) de otros textos publicados en el 2008 que «merecen ser consumidos por el público lector del país y fuera del país». Los agrupó en las categorías «Revistas» y «Libros por Editorial».

Para ir al grano, diré que ni la lista de CDH ni el inventario de AMM me convencen. A continuación expongo por qué.

  

II

Confeccionar listas de mejores libros del año, de la década o del siglo me parece una práctica periodística superflua y banal. Funcionan a lo sumo, como indica sobre la suya AMM, como «guía bastante comprensiva de las publicaciones del año». Este buen propósito, sin embargo, es cuestionable cuando tomamos en cuenta la proliferación de libros publicados dondequiera, inabarcables aun en suplementos como el New York Times Book Review en que intervienen varios reseñadores, mucho más en el caso de El Nuevo Día que, como apunta AMM, responden a las reseñas de una sola persona. En uno y otro caso -aunque en El Nuevo Día la situación es de una precariedad penosa–, colocar libros en un top 10 (top 40, top 100 o cualquier cifra que se quiera manejar), libros que merecida e inmerecidamente han ganado la atención de reseñadores, presupone siempre la exclusión abrumadora de decenas de otros que por razones de mercado, por abundancia de títulos, o por desdén, pereza o impericia crítica (sin excluir riñas personalistas) nunca ganan la vitrina efímera de los diarios. Para tratar de salvar esta inevitable arbitrariedad, CDH hace hincapié en que su lista responde a sus «preferencias» y que es «personal y subjetiva». No obstante, el título en el suplemento se refiere a secas a «Los libros del año», algo así como una suerte de premiación a los valores del año en una graduación. Y todos sabemos que por la irradiación mediática de El Nuevo Día, para la mayoría de los lectores constituye La Lista. La consecuencia, pese a los atenuantes que interpone CDH, es que sus «preferencias» son tenidas como la autoridad crítica en materia de libros, una atribución –buscada o no– exagerada e irreal, que nadie que sepa algo del inabarcable mundo del libro puede arrogarse. Este efecto de la lista de CDH, no necesariamente la intención de ésta, es a lo que reacciona con visceralidad AMM.

Aunque comprensible, creo que la reacción de AMM se excede al atribuirle mezquindad a la lista de CDH. En este sentido, vale la pena delimitar lo que es la crítica literaria (o la lectura discriminante, que es lo mismo) porque ha sido el punto de partida para confeccionar la controvertible lista. La crítica literaria, por más solvente que sea quien la practique, no es más que la racionalización más o menos inteligente, más o menos informada, de un gusto personal. Con esto no quiero desdeñar la importancia de su función, pero quien haya reseñado libros, si es honesto, sabe que este elemento de subjetividad es consustancial al quehacer. Leer es interpretar y hacerlo conlleva el compromiso afectivo e intelectual de quien lo realiza; es imposible escapar de las arbitrariedades del gusto. En este sentido, no existe crítica ni lectura que se precie que sea politically correct. Por lo cual, hay que conceder que en este aspecto turbio del quehacer, CDH no oculta de su lista la marca de su subjetividad.

Pero más allá de lo antes escrito, a mí las listas de libros me importan un comino. Tienen ese tufo de graduación, de premiación a niños escuchas, de tonta página social e insípido desfile de moda. Es una práctica periodística que desaliento, que no me valida como escritor ni tiene pertinencia para mi ego tránsfuga. De todas formas, quienes se desviven por este oropel literario -muchas veces, paraliterario– deberían saber que a lo sumo significa que la obra tal gustó a algún crítico. Nada más. Otorgarle un prestigio mayor es el desatino de quienes miran la literatura como farándula, como probablemente ocurre entre muchos lectores de diarios y no pocos escritores egocósmicos que aprovechan cualquier ocasión para construirse un prestigio parroquial o mediáticamente kitsch. Puede, como ha ocurrido coyunturalmente con mi libro La belleza bruta, generar cierta irradiación mediática, pero poco más. Si hubiera sido excluido de la lista de CDH no le quitaría el valor literario que pueda tener.

De forma análoga, el inventario de AMM me deja indiferente. Entre otras cosas, parece sugerir que todos los textos inventariados merecen atención crítica, una empresa no sólo difícil, sino indeseable. ¿Qué es la crítica literaria sino un ejercicio de discriminación, cualesquiera que sean los criterios de quien la ejerza? Entiendo que AMM critique con todo su empeño los criterios utilizados por CDH, algo fructífero para la siempre escuálida interlocución literaria en el país. Igualmente, coincido con él en que es deseable ampliar los espacios de crítica literaria en El Nuevo Día;  algo que por cierto se intentara por un tiempo antes de que La Revista fuera nuevamente rediseñada en su actual forma, culturalmente anoréxica. Sin embargo, en lugar de ofrecer otros parámetros críticos, AMM se limita a inventariar «lo producido en el año y que merece ser consumido por el público lector del país y fuera del país». Por la prolijidad del inventario, no parece haber mediado una selección crítica, y salvo algunos comentarios a un puñado de textos, la mayoría de éstos parecen tener el mérito único de haber sido producidos en la «verruga del Caribe» -al decir sin melindres de Canales. Y con esta carencia, sin duda una de las trampas de proponer listas tan largas, el inventario de AMM no remedia gran cosa la «mezquindad» de la lista de CDH.

Se me acusará de alevoso, tal vez con razón, pero no puedo dejar de leer en el prolijo inventario y el afán de AMM «de contribuir a la difusión del libro puertorriqueño» una proclama altisonante sobre el mérito de la literatura producida en Puerto Rico. Si es o no es así, que Dios la bendiga y el Instituto de Cultura la cobije en su «Biblioteca Nacional». A mí el asunto me remite a las trincheras de la lucha del canon, el contracanon y la ya envejecida categoría de «literatura alternativa», categorías que me hacen bostezar. Lo he dicho antes y lo recalco ahora: no me interesa esa filiación a la historia de la literatura puertorriqueña. La pertinencia de ésta, si alguna, es primordialmente pedagógica, y yo ni leo ni escribo con gentilicios. Si un libro me parece meritorio -no por los criterios de fulano o sutano, ni porque sea de mi país o no, sino por mi discernimiento y gusto personal- lo leo. Si me parece malo, lo abandono. Es lo que usualmente hace cualquier lector que no tiene la tara de leer bancaria o curricularmente, o por disciplina, o por tantos otros subterfugios lectivos que rara vez se cuestionan.

 

 III

Por último, aprovecho para llamar la atención sobre un detalle del texto arriba. Fíjense que no he rehuido usar la primera persona del singular. Aunque cada cual leerá en ello lo que quiera, permítanme dejar constancia, aunque importe poco, cuál ha sido mi intención. Con ello he pretendido subrayar que se trata de mi particular visión de los asuntos tratados, sin afanes de pontificar ni de convencer a nadie: para evangelios infames basta y sobra otro Font que por Carolina hizo su nido. Tampoco he escrito con afán dialéctico sino dialógico. No busco una síntesis, un punto medio, un convenio. Sólo he querido suscribir una posición contraria que se conforma con mantener su tensión antagónica. Pues ya deberíamos saberlo: igual que ocurre con la lectura crítica, no existe una escritura que se precie que sea políticamente correcta.

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Por Pancho

 

I  .00025%

Diez y diez de la mañana, día de elecciones: comenzó el carnaval político, el movimiento fanático de muchos electores y el ejercicio del sufragio concienzudo de unos pocos. Otra vez el país se monta en el carrusel de las emociones deportivas para votar y apoyar a los partidos políticos. Otra vez vuelvo a quedarme en casa para asumir mi papel de paria políticamente remiso. No puedo, nunca he podido suspender mi apatía hacia la democracia colonial. La ficción participativa y la bancarrota ideológica del partidismo político cancelan mi interés. El circo eleccionario me parece un convite a la euforia, una distracción de feria que en nada altera la estructura jurídica del país. No puedo sustraerme de la impresión (casi una convicción) de que las elecciones en Puerto Rico son una golosina, un premio de consolación ante la agridulce fortuna de ser una colonia bien comida. Pasada la borrachera de los comicios, adviene la resaca de corroborar que todo en esencia sigue igual.

No pretendo con esta crónica defender mi apatía electoral. En mí no está pretender superioridad moral frente a la mayoría de mis compatriotas. Votar o no hace poca diferencia. Mi opción de abstenerme de votar tampoco tiene el prestigio heroico de conformar una minoría. Más de 400,000 puertorriqueños hábiles tampoco están inscritos ni votan. De éstos yo soy simplemente una cienmilésima fracción del uno por ciento.

En gran medida se trata de una discreción deportiva. Antes que la política colonial puertorriqueña, prefiero otros deportes como el béisbol, el baloncesto, el balompié y el tennis.

 

II  El paria del tren

El domingo 2 de noviembre, a las ocho y cuarenta y cinco de la mañana, dejé a mi hijo con su madre en la estación Jardines de Bayamón, y me dispuse a volver a Santurce. Al abordar el tren me sorprendió el sarampión de seguidores del Partido Popular Democrático. El vagón estaba atestado y todos estaban vestidos de rojo, algunos con banderas y otros abalorios con la insignia de la pava. La sensación de descolocación fue abrumadora. Yo vestía un pantalón corto de mezclilla y una camiseta verde olivo; apenas pude situarme en un asiento aislado de los demás, junto a la compuerta de salida. Mi posición excéntrica era similar a la de un escolar que es aislado del grupo como castigo por haber hecho algo impropio en clase.

Una de las bondades de ser paria es sin duda la impunidad que confiere pasar inadvertido, ser invisible para los demás. No era ésa mi circunstancia en el vagón del tren. Por mi falta de insignias políticas, por la heterodoxia cromática y percudida de mi vestimenta, saltaba a la vista de todos que yo era una excrecencia que había que tolerar en el trayecto hasta la estación Sagrado Corazón.

Nadie se metió conmigo, lo cual agradecí en silencio, pero en ningún momento dejé de sentir mi desubicación radical. No podía disfrutar mi condición tránsfuga pues no había manera de obliterar la pulsación política a mi alrededor. Consideré por un momento colocarme tapones en los oídos e intentar leer a Einstein, pero el pudor me previno de hacerlo. Aquel sarampión masivo habría con razón interpretado mis modales esquivos como un acto de displicencia. Era mejor dejarlos hacer sin levantar ronchas.

En cada parada del tren, y mediaron doce antes de llegar a Sagrado Corazón, subieron más y más populares para el júbilo de los pasajeros, quienes enseguida aplaudían, coreaban estribillos partidistas o repasaban animadamente los lugares comunes a favor de su partido y en contra del partido azul. Incapaz de aislarme de aquel furor político, sazonado aquí y allá por la estridencia de las «cornetas», me agencié de una táctica del protagonista de un texto narrativo que escribo  en la actualidad. Me removí mis lentes de miope con la intención de descansar de la prolijidad de lo real. Así, con los lentes en mi regazo, viajé con la mirada desenfocada entre los populares hasta llegar a Sagrado Corazón. Allí volví a colocármelos para emprender una caminata hasta la Parada 18.

 

III  Villa Graffiti

Sobra decir que el estacionamiento frente a la estación del tren, donde se llevaba a cabo el cierre de campaña del Partido Popular Democrático, ya estaba casi repleto de sus seguidores rojos. Un sarampión endémico.

No me detuve a observar el lugar y enseguida, tras pasar el torno de la estación, comencé a caminar en dirección hacia la avenida Fernández Juncos. Las primeras cuadras de la avenida, aquellas más cercanas a la estación del tren, estaban ocupadas por el tráfico de automóviles, la mayoría de los cuales eran de seguidores del P.P.D. que asistirían al cierre de campaña. Los gritos, los vítores de los fanáticos, el sonido discontinuo de los cláxones, me confirmaron la pertinencia de la música irritante del griego Xenakis. Aquel detrito áspero de sonidos eufóricos conformaba con espontaneidad una extraña y discontinua polifonía de ruido.

Una vez traspuse aquel primer tramo, acogí la intermitente soledad de la avenida Fernández Juncos con fruición de peatón expulsado de la masa política. Cada cierto tiempo, un automóvil con banderas partidistas transitaba por la avenida en dirección contraria a la mía. A veces, asomada desde el segundo piso de algunos edificios residenciales, de por sí bastante maltrechos, ondeaba una que otra bandera anunciando al barrio la filiación política de su residente. En aquel contexto yermo y derruido, las insignias políticas parecían una broma de mal gusto o, peor aún, una automutilación simbólica de algunos residentes que han visto y seguirán viendo sus ilusiones de progreso frustradas por la clase política del país.

En una calle pequeña y mal rotulada -como casi todas las calles de San Juan, en particular las de sus barrios pobres- me detuvo una pintada vetusta que he leído en otras paredes y en otros tiempos de la ciudad:

¡Los Politicos nos chavarón! 

El desgarbo del trazo junto a sus errores ortográficos me dicen de su origen lumpen. Los signos de exclamación y la tilde rabiosa de «chavarón» le confieren un pathos cercano al grito. No se trata de un pronunciamiento cínico, como el que podría proferir yo, sino de una ralladura desesperada, de la cicatriz de una herida que cada cuatro años vuelve a supurar. Leerlo en este día de euforia político-partidista me conmueve, por lo que querría en esta crónica honrar a su anónimo autor.

Junto a la pintada, inscrita en una pared que hace esquina con la Fernández Juncos, hay un pequeño parque con árboles y bancos llenos de otras pintadas impúblicas. Pensé sentarme bajo la sombra de uno de aquellos árboles para fumar y sintonizarme con el área, pero desistí de la idea. No quería dilatar demasiado mi caminata por la avenida. En su lugar, me interné por la calle paralela para leer el letrero que la nombraba. Media cuadra más abajo discerní con toda claridad el rótulo en diagonal de Calle Cataluña, nombre de una región española que poco tiene que ver con las estructuras de concreto crudo y madera apolillada del sector. Desde allí observé también la fachada de uno de tantos edificios abandonados de Santurce. En ésta se leía con un orgullo rayano en el desafío barrial: Bienvenidos a Villa Graffiti. En las paredes de la estructura, así como en otras superficies aledañas, se podía apreciar la eclosión cromática de diversos grafitis artísticos. Aquellas obras eran, como estas crónicas, manifestaciones de estética y subjetividad tránsfugas.

Poco más tarde, a lo largo de una de las aceras de la Fernández Juncos, me topé con varios seres ruinosos. El primero fue un señor de más de cuarenta años, de facciones adustas, que se hallaba sentado frente al portal de un edificio. Trajinaba a esa hora de la mañana con una jeringuilla. Al verme tuvo la cortesía de darme los buenos días. El segundo fue una mujer alta, de ropas escuetas y carnes algo fláccidas. Vestía pantaloncitos cortos que pronunciaban la oferta de sus piernas ya celulíticas, pero que en la noche bien podían pasar como suculento convite prostibulario. Hablaba por celular sobre el pedestal de sus tacos, indiferente a su entorno, entre un comercio abierto y un viejo zafio que al verme me pidió dinero. Le dije que no tenía y seguí caminando. A pocos metros de él, probablemente habrá dicho alguna gracia fecal contra mi progenitora.

 

IV  Final a dos tiempos

El resto del trayecto por la avenida Fernández Juncos, desde la estación postal hasta la calle Hipódromo, donde interrumpí mi caminata, no cautivó suficientemente mi atención como para detallarlo aquí. Así, sin pena ni gloria, mi mirada volvió a sus hábitos de ceguera.

Pero hoy, día de elecciones, el resto del país hace lo mismo. Desde la ventana de mi apartamento se escucha la algarabía, los cláxones incendiarios, los vítores triunfalistas. La misma polifonía de ruido. La misma fanfarria colonial. 

Por F.F.A.

I

Soy consciente de que no es el tiempo más auspicioso para la publicación de un libro. A la flaqueza institucional de la literatura del país y la inopia de los medios, se añade la crisis financiera generalizada. Estas circunstancias hacen del libro un objeto superfluo para casi todo el mundo, salvo para algunos apasionados de la buena literatura y uno que otro lector silvestre que se aventure con un texto desconocido. Vislumbro además que mis críticas recientes a las prácticas literarias kitsch desalentarán la lectura de unos pocos. Es mejor así: La belleza bruta merece lectores sagaces e inquisitivos. La complacencia, los vanos elogios y la economía de la «solidaridad» consistente en el quiéreme tú para quererte yo, hacen un flaco favor a libros espinosos.

 

II

«Publicar un libro implica el mismo género de contrariedades que una boda o un entierro», escribió Cioran en su último libro. Concedo con suspicacia que puede conllevar contratiempos similares a los de esos ritos, pero en mi experiencia, publicar un libro conserva un principio de indeterminación que rara vez experimentamos en una boda o en un entierro, mucho más previsibles por su parentesco con el teatro. La informalidad y la precariedad económica de la mayoría de las editoriales del país, junto con la dificultad de negociar condiciones razonables para las partes, convierten la publicación en un proceso mucho más dilatado y descorazonador. Que yo sepa, nadie se casa, nadie entierra a un ser querido, durante cuatro o cinco años. Habiendo sobrevivido a dos bodas y a los entierros de mis padres, la experiencia de publicar -intentar publicar- sigue siendo con creces más enervante. Ahora que La belleza bruta ha sido publicada en buena lid, recobro provisionalmente el equilibrio. 222: dos bodas, dos entierros y dos libros publicados.

Más interesante resulta el aforismo si leemos la boda y el entierro como dos destinos posibles de cualquier libro recién publicado. La boda sería la acogida feliz del libro, el comienzo de un devenir promisorio; el entierro, el paulatino o inmediato olvido de éste. No obstante, para salvaguardarnos de nuestra ceguera de futuro, conviene ser flexibles y admitir la probabilidad de un cruce de destinos: que tarde o temprano el bien acogido libro sea presa de la rutina de la lectura obligada y con ello sea enterrado institucionalmente; o que el olvido original de éste sea un estado de desaceleración temporal que por un accidente afortunado despierte una pasión dormida y arqueológica.

Si incierto es el resultado de intentar publicar un libro, mayor es la incertidumbre del destino de éste una vez publicado. Por estas razones, ante la publicación de mi nuevo libro, practico la imperturbabilidad: desaliento el optimismo por miope y el pesimismo por consolador.

 

III

A pesar de las diferencias irreconciliables que me separan del editor Elidio La Torre Lagares, le agradezco la sugerencia de cambiar el título original del manuscrito. Un título no determina el valor de un texto, pero en el caso de La belleza bruta el cambio no es cosmético. Quien lo lea lo sabrá.

De paso agradezco al equipo de Tal Cual por el celoso trabajo editorial y el esfuerzo en realzar mi proyecto. Espero que esta dimensión del libro no pase inadvertida.

 

IV

Por último, sepa que la portada del libro es así:

 

Ya está disponible en las principales librerías, excepto en Borders donde estará desde mañana. Aunque cada cual es libre de hacer con su dinero y su tiempo lo que más le plazca, exhortaría que lo comprara quien tenga la intención real de leerlo, y que lo haga con la misma severidad con la cual fue escrito. Si no, no vale la pena.

Luego, hablaremos.

El gueto kitsch

Por Francisco Font Acevedo

 

I. La grieta

 Mi destino era convertirme en un escritor kitsch.

Nací en 1970 y me crié en una familia de clase media pobre. Eran los tiempos en que comenzaba a hablarse de desparramamiento urbano en la zona metropolitana de San Juan y la clase media se consolidaba como la capa social más visible y amplia en la geografía suburbana del país. Con el advenimiento masivo de esta clase social, se fue creando lo que más tarde se llamaría la sociedad de consumo puertorriqueña. La televisión, el cine, la emergencia del automóvil como principal medio de transportación y la reconfiguración del mapa citadino a partir de la inauguración del centro comercial Plaza Las Américas, fueron algunos de los factores que confluyeron para redefinir los patrones dominantes de interacción ciudadana con la cultura y el espacio urbano. Por ser una clase activa -es decir, trabajadora–, la clase media puertorriqueña concentró el uso de su tiempo libre de forma hedonista. Se trataba y se trata de un hedonismo de la distracción, del deseo de descansar de los rigores del trabajo mediante el consumo de bienes culturales que otorguen una experiencia de escape expedita y de gratificación inmediata. En este contexto, la estética de los objetos de consumo kitsch, difundidos y mercadeados a través de los medios de comunicación masivos, ha llenado con creces estas expectativas.

Salvo para una minoría selecta, casi todos tuvimos nuestras primeras experiencias de apreciación artística a través de las propuestas diluidas del arte kitsch. En este sentido hay que reconocer que esta estética, como han señalado algunos críticos, puede tener una función pedagógica.  Para muchos de nosotros fue casi el único acceso a la cultura durante gran parte de nuestra adolescencia. No es de extrañar, por lo tanto, que siendo hijos de la sociedad de consumo, nuestra memoria esté íntimamente ligada al kitsch y en muchos casos sea la base de nuestra educación sentimental.

Pero, aparte de una memoria sentimental transida por el kitsch, los escritores puertorriqueños de más reciente cuño poseemos una memoria marcada por los primeros contactos con la literatura. Esta memoria, balsámica o traumática según cada caso, es la que detona la pasión por la palabra. En mi caso, como el de tantos otros, fue el descubrimiento del misterio irresoluble de la lectura. Como leer es siempre leernos, la lectura devino mi más preciado contacto con la opacidad simbólica del mundo. Con la lectura experimenté por primera vez un sentimiento de dislocación y extrañamiento respecto a la realidad de mi entorno. Esta grieta, por mucho tiempo inexplicable para mí, fue la que con los años  y un largo proceso de maduración artística, me ha hecho entender que mi destino era ser exclusivamente un consumidor de arte kitsch y, por consiguiente, un escritor kitsch. Iba a ser así aun cuando el objeto de mi consumo artístico y el de mi escritura no fueran kitsch, puesto que la huella de esta estética se inscribía en la mirada, en una visión de mundo condicionada por la sociedad de consumo.  Daría igual si viera una película de acción o si observara una reproducción de Les Demoiselles d’Avignon; importaría poco que escribiera ciencia ficción o sobre las calles de Río Piedras: de todas formas mi percepción y, por ende, cualquier forma de expresión artística, sería total o parcialmente kitsch.

Rebasar este destino ha sido un largo camino de tropiezos fidedignos. Como todos busqué orientación literaria y la lectura de otros que validaran mis esfuerzos. Tuve la fortuna de que mis primeros textos fueran objeto de varias lecturas severas que me hicieron darme cuenta de mi ingenuidad y mis insuficiencias literarias. Una de estas lecturas fue del escritor Pedro Juan Soto. Mi texto le llegó por medio de una profesora universitaria, lo cual me salvó de la vergüenza de que conociera la identidad del inepto que, con tantos lugares comunes por cuartilla, rompía cualquier horrorómetro literario. Las marcas prolijas que hiciera en el texto fueron suficientes para desalentar cualquier ansiedad de publicación y, para alguien menos obstinado, pudo haber sido la estocada para matar su deseo de ser escritor. Tardé años en apreciar el gesto de Soto, la bondad de una lectura implacable. Ésta, sobre todo al principio del gateo literario de todo aspirante a escritor, puede significar un momento decisivo para definir su vocación.  De ahí que el fracaso y el desaliento sean el mejor regalo para potenciar una escritura de rigor. 

La lectura fue la otra manera de ir descubriendo un mapa literario propio. Con ésta he ganado -y sigo ganando, pues es un camino sin final-cierta visión estética y la práctica de reevaluar continuamente mi concepción del  mundo y  mi ubicación en éste. Precisamente, como parte de este proceso incesante, tras la publicación de mi primer libro y, más aún, durante mi colaboración como crítico literario para Radio Universidad, comencé a sentir disgusto por ciertas prácticas literarias en el país. Este malestar me llevó a inquirir sobre el fenómeno y, por medio de lecturas, conversaciones y observaciones propias, hallé en la estética kitsch un principio de explicación. Mediante la exploración conceptual del kitsch, descubrí su dimensión social y el condicionamiento que a través de la sociedad de consumo incide en muchos de los escritores puertorriqueños en la actualidad. He aquí una de las motivaciones medulares de escribir este ensayo.

El acercamiento crítico que supone su escritura, como se verá, no aboga por el restablecimiento de una dictadura del buen gusto. Tampoco se hace eco de las posturas que refrendan la democratización de la escritura como antídoto contra presuntas jerarquías de poder intelectual. Más bien persigue demostrar la empresa de falsificación de ciertas prácticas literarias kitsch y, en consecuencia, desalentar formas de manipulación y explotación contra aquellos que albergan inquietudes literarias y buscan canalizarlas. No está de más recordar que todos los escritores pasamos por la misma etapa de fragilidad. El hecho de que sigamos escribiendo es muestra de que se puede superar, aunque nunca se alcance una fórmula de éxito (que ni existe ni es deseable) y cada trecho del largo camino literario esté marcado por el desatino y la supervivencia.

Es tiempo de pensar la literatura más allá del kitsch.

 

II. Breve historia del kitsch

Antes de entrar en la discusión sobre el conjunto de las prácticas literarias kitsch, se impone la necesidad de definir el concepto más allá de su acepción básica como arte de mal gusto. Una breve historia del kitsch permitirá al lector reconocer la procedencia de aquellos elementos que servirán a mi análisis.

Quienes primero teorizaron sobre el kitsch en el arte moderno fueron el escritor y filósofo Hermann Broch y el crítico de arte Clement Greenberg. Broch abordó el tema en el escrito «Kitsch y arte con mensaje» de 1933 y luego, con mayor profundidad, en «Notas sobre el problema del kitsch» de 1951. Greenberg hizo lo propio en el ensayo «Vanguardia y kitsch» de 1939. Ambos comparten la visión del kitsch como una impostura del arte real. Para Broch se trata de un producto que contraviene la noción mimética del arte, según postulada por Aristóteles. En lugar de arte que imita la vida, el kitsch hace del arte su objeto de imitación. Su condena a lo que entiende como una desacralización artística, le lleva a la siguiente formulación ética: «El sistema kitsch requiere a sus seguidores ‘trabajar bellamente’, mientras el sistema del arte promulga la orden moral: ‘Trabaja bien’. El kitsch es el elemento malvado en el sistema de valores del arte».1 Greenberg, por su parte, descarta el kitsch por producir cultura de masas y, por ende, por vulgarizar la experiencia estética. En oposición al kitsch, Greenberg preconiza el arte de las vanguardias como el espacio heroico y sagrado del verdadero arte, aunque amenazado por la comercialización del mercado: «Desafortunadamente, esta brillante minoría [los artistas de vanguardia] estaba amenazada por la pérdida de auspicio de mecenas y la comercialización del arte -la proliferación del kitsch».2    

Sin entrar en los meandros argumentales de uno y otro, baste hacer constar que ambos escritores, en esencia, conciben el kitsch como una empresa de falsificación artística que merece el repudio de los cultores y consumidores del verdadero arte. Ambos sentaron las bases de la visión estético-moral del kitsch.

«En el reino del kitsch impera la dictadura del corazón…», asevera Francesco Cataluccio en un breve capítulo dedicado al kitsch en su libro Inmadurez: la enfermedad de nuestro tiempo3. Más que su visión del kitsch como forma de arte inmaduro, importa más la recuperación que hace del postulado de Milan Kundera en La insoportable levedad del ser sobre el tema. Cito del texto: «el kitsch es la negación absoluta de la mierda: ‘El kitsch elimina del campo visual de uno todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable'».4 En esta cita, Kundera se suscribe, en gran medida, a la visión de Broch del kitsch como falsificación de lo real. Pero en lugar de adscribirle un carácter maldito, desplaza el objetivo de su crítica al efecto del kitsch, a su deformación de lo real en función de presentar una visión empalagosamente bella de la vida. El matiz es significativo. Sin abandonar una visión en esencia condenatoria del kitsch, Kundera subraya el efecto que éste intenta suscitar: una respuesta emocional.

Umberto Eco, por su parte, sintetiza las posiciones sobre el kitsch formuladas por Broch y Greenberg. En su caso, sin embargo, no se trata de condenar el kitsch, sino de entenderlo como una adaptación homologadora de las propuestas innovadoras que introduce la vanguardia en la cultura de masas. La novedad del planteamiento de Eco consiste en desautorizar la definición del kitsch como equivalente de la cultura de masas. Así lo consigna al final del ensayo «Estructura del mal gusto» de 1964: «La sociedad de masas es tan rica en determinaciones y posibilidades, que se establece en ella un juego de mediaciones y rebotes, entre cultura de descubrimientos, cultura de estricto consumo y cultura de divulgación y mediación, difícilmente reducible a las definiciones de lo bello y lo kitsch, del mismo modo que la comunidad de consumidores de mensajes implica una serie de reacciones no fácilmente reconducibles al modelo unitario del hombre-masa.»5 Esta lúcida distinción cuestiona el elitismo artístico expresado por Broch, Greenberg y tantos otros, al tiempo que valida la posibilidad de distinguir entre arte de vanguardia y el arte kitsch. Después de todo, nos recuerda Eco, ambos forman parte de la cultura de masas.

Una valoración del kitsch radicalmente opuesta introduce Celeste Olalquiaga desde el marco teórico de los estudios culturales. Para esta estudiosa el kitsch no constituye una estética, sino la sensibilidad de un objeto residual de los procesos de industrialización y la reproducción mecánica que la modernidad engendró.6 Es el producto concomitante del arte moderno, aunque representado por éste como una suerte de Rey Midas distorsionado que transforma todo lo que toca en basura.7 Según Olalquiaga, la carga moralizante contra el kitsch es injustificada, puesto que no demuestra una falta inherente de éste, sino una proyección elitista contra formas impuras de representación estética. Sustenta su reivindicación del kitsch en el contexto nivelador del postmodernismo y en la noción de pérdida del aura del arte moderno, propuesta por Walter Benjamin.8 Con la pérdida del aura, los mitos de autenticidad y originalidad de la obra de arte se desestabilizan y se modifica la recepción de ésta en la cultura de masas. Si esto ya era así en 1936, parece decir Olalquiaga, cuánto más ha de ser con el apogeo del internet a partir de los años 90.

Olalquiaga tiene el mérito de persuadir sobre lo peregrino de condenar el kitsch éticamente (como hace Broch, Greenberg y otros), al subrayar que es un producto de la modernidad, igual que el arte culto. Sin embargo, por una ociosa imprecisión teórica, se resiste a considerar el kitsch como una estética artística. La contradicción latente de Olalquiaga es que al redefinir restrictivamente el kitsch como la sensibilidad ruinosa de un objeto, le adscribe un aura, residual y de segundo orden, de inocencia insostenible. Lo que es igual, no es ventaja para nadie. Si bien todas las formas de arte han sido desacralizadas y se insertan en el circuito «contaminado» del mercado, las cualidades intrínsecas  del kitsch y otras estéticas artísticas no dejan de ser distinguibles, como se verá en breve.

Contrario a la recuperación melancólica del kitsch que ensaya Olalquiaga, Tomas Kulka, en su libro Kitsch and Art, 9 se impone la tarea de deslindar las cualidades estéticas del arte kitsch. El hecho incuestionable de la incorporación de la estética kitsch en las propuestas postmodernas dentro del circuito del arte, por artistas como Jeff Koons y Takashi Murakami, parece justificar su acercamiento. En específico, Kulka se plantea cómo distinguir la obra de arte kitsch de otras obras de arte, incluso de obras de arte malas. Para lograrlo, analiza el arte kitsch según los criterios estéticos de unidad, complejidad e intensidad. La unidad se refiere a la ausencia de deficiencias formales; la complejidad toma en cuenta la heterogeneidad y multidimensionalidad de la obra (una obra compleja implica la pluralidad y diversidad de sus rasgos constitutivos); y la intensidad de la obra se mide según sus rasgos particulares sean o no intercambiables por otros. Kulka señala que en cuanto a la unidad y la complejidad, el kitsch no es muy diferente de otras estéticas artísticas, en particular de aquéllas cuya ejecución y producto final son relativamente simples. Lo que sí permite una clara distinción es su ausencia de intensidad. No puede ser de otra forma, puesto que la obra kitsch busca suscitar una reacción emocional del público y para lograrlo aborda temas y objetos instantáneamente identificables. Así, por ejemplo, un cuadro paisajista de Cajigas es el cuadro de cualquier paisaje rural antes de la industrialización acelerada de Puerto Rico; los rasgos particulares del paisaje representado se borronean para que nos conmovamos con la idea nostálgica de cualquier paisaje rural de antaño. Por consiguiente, según Kulka, lo que distingue la obra kitsch es su transparencia simbólica, esto es, su relación parasitaria con el referente (la idea del objeto representado, no el objeto en sí mismo). Contrario a otras formas de arte, en las que la forma de representación importa tanto o más que el objeto representado, en la obra kitsch la idea -emotiva– del objeto representado opaca todo lo demás.  En este sentido la obra kitsch no está hecha para ser escrutada artísticamente, sino para servir de trampolín al archivo emocional del espectador. Este efecto de rebote nos permite ver dos cualidades fundamentales de la obra kitsch: su transparencia estética por la imprecisión de sus rasgos y, por extensión, su ausencia de valor artístico.

 

III. Entrada al gueto kitsch

Muchas de las precisiones sobre el kitsch, esbozadas en el apartado anterior, pueden consolidarse en una formulación unitaria.

De Broch y Greenberg rescato la noción del kitsch como impostura artística, y de Kundera, el efecto emocional que esta estética pretende suscitar en el público. En cuanto a su contexto cultural, interesa de Eco la distinción que establece entre el arte kitsch y la cultura de masas. En 1964 y todavía más en 2008 resulta extemporáneo condenar la cultura de masas, entre otras razones, porque ésta condiciona casi todas nuestras formas de interacción con el arte. Después de todo, tanto el arte kitsch como el arte culto y otras formas de arte intermedias, se subsumen en la cultura de masas, una posición que se acerca a la visión híbrida de la modernidad planteada por Olalquiaga.

Mención aparte merece la noción de transparencia simbólica que Kulka adscribe a la obra de arte kitsch. Aunque su formulación se limita al ámbito de la apreciación estética, particularmente de las artes plásticas, ésta admite una ampliación de su uso como herramienta crítica para analizar, más que obras literarias en específico, las prácticas literarias kitsch en Puerto Rico.10 Mediante el comentario crítico de estas prácticas se deriva en gran medida la nulidad artística de las escrituras que aquéllas pretenden difundir. Comentar textos en específico sería, pues, un ejercicio redundante. 

En un plano espectacular, el sustrato kitsch de las prácticas literarias de la actualidad se manifiesta en la relación que traba el escritor con los medios de comunicación masivos. Activa o pasivamente, por autogestión o por convite, muchos escritores en Puerto Rico buscan difusión e interlocución literarias -metas lógicas de toda escritura literaria– mediante una relación parasitaria con los medios de comunicación masivos. Lo parasitario se desprende de sus usos continuos e indiscriminados de cuanto soporte mediático tengan a su alcance. Con esto buscan ganar el favor del público a través de la visibilidad o la ilusión de visibilidad que vehiculan los medios. El efecto, sin embargo, es paradójico: por un lado, concede visibilidad a la persona del escritor, pero, por el otro, invisibiliza su obra, esto es, no repercute en una apreciación crítica de su escritura ni en una ampliación significativa de lectores, al menos de lectores independientes del trueque de simpatías con amigos y familiares. Así, pues, la foto del escritor en el diario o el blog, su vídeo en youtube, su saturación iconográfica en Facebook, sus cinco minutos televisivos  y la media hora en radio, entre otros modos de inserción mediática, volatilizan su imagen como la de cualquier artista de farándula y difieren indefinidamente la atención a su escritura. El resultado neto es penoso: el escritor deviene un nombre y una foto, y éstos a su vez se fusionan en una suerte de marca registrada de un producto desconocido.

La transparencia simbólica, propia del kitsch, ahora resulta más fácil de discernir. Así como en la obra de arte kitsch no se escruta el objeto en sí mismo sino la idea emotiva a la que éste hace referencia, las inserciones mediáticas de muchos escritores puertorriqueños no provocan un aprecio de su obra, sino la ilusión de prestigio literario mediante la presencia iconográfica del escritor. Por el abrazo entusiasta a estas formas fallidas de validación literaria, consciente o inconscientemente el escritor deviene un escritor kitsch.

La relación parasitaria con los medios y la transparencia simbólica que irradian estas prácticas literarias no son nuevas. En el pasado podía verse en uno que otro escritor, pues como se sabe, en ninguna época faltan los arribistas literarios. Lo llamativo es que en los últimos años se haya popularizado entre tantos escritores o aspirantes a serlo. Esta proliferación de escritores que escriben con su imagen es justamente lo que nos permite hablar de la conformación de un gueto kitsch.

En el Diccionario de lengua española  de la Real Academia Española la segunda acepción de «gueto» se refiere a «[b]arrio o suburbio en que viven personas marginadas por el resto de la sociedad»; en tanto que la tercera, en sentido figurado, lo define como una «[s]ituación o condición marginal en que vive un pueblo, una clase social o un grupo de personas». Si eliminamos el pathos implícito en ambas definiciones (y su asociación histórica con la comunidad judía desde 1516) es posible integrarlas en la noción de gueto que nos servirá para ubicar literariamente a los escritores kitsch.

A pesar de su protagonismo mediático, estos escritores, en su conjunto, constituyen un grupo marginado de la experiencia literaria. Por experiencia literaria nos referimos a una escritura que adelante un proyecto maduro, estética y conceptualmente solvente, que rete a los lectores y sea recuperable por una crítica exigente. Estos principios básicos del sistema literario son desalentados por el parasitismo mediático del escritor kitsch, cuyo efecto, como hemos dicho, es desplazar la escritura a un segundo o tercer plano y volatilizar la imagen del escritor como ocurre con todo ícono mediático. Esta paradoja simbólica es la condición marginal que primordialmente les confiere la identidad de gueto.

A su vez, el gueto erige sus muros simbólicos sobre una concepción espectacular de la literatura. En su relación parasitaria con los medios, los escritores kitsch inscriben varios mitos asociados con la cultura del bestseller. Se escribe  para ganar premios literarios, para tener éxito editorial, preferiblemente fuera del país, y, en última instancia, para lograr el sueño dorado de convertirse en escritores profesionales y vivir exclusivamente de lo que escriben. Cónsono con esta visión de lo literario, muchos de estos escritores practican relaciones públicas con fines igualmente espectaculares. No es raro verlos codearse con escritores de cierta solvencia editorial con el fin de añadir lustre a su imagen mediática. Este roce oportunista, a pesar de las sonrisas y los abrazos en la foto, no los acerca a sus objetivos espectaculares. Más bien, subraya el patetismo de su condición de escritores quedados del gueto, de escritores groupies.

El último aspecto que confiere a los escritores kitsch su identidad de gueto, es el hecho de que subsistan, si bien de forma menos visible, otras concepciones literarias, otras escrituras y otros posicionamientos irreductibles al parasitismo mediático. Estas prácticas literarias constituyen una frontera, un extrarradio simbólico que despliega otro horizonte literario posible. Es el muro que los escritores del gueto kitsch se niegan a mirar.

Lógicamente, el gueto kitsch no se ha fraguado en el vacío. El hecho de que la estética kitsch, irradiada por los medios de comunicación masivos, determine gran parte de los hábitos de consumo cultural de la sociedad puertorriqueña, favoreció la emergencia del gueto.  Las prácticas de consumo hedonistas, de distracción ligera, sin duda abonaron a esto. A la vez, la inexistencia de una tradición literatura fuerte en Puerto Rico, contra la cual medir las escrituras emergentes, contribuye al estado de laissez faire literario que ha posibilitado la consolidación del gueto.

Establecidas sus fronteras exteriores, toca mirar la estructura interior del gueto kitsch. La figura que mejor nos la explica es la pirámide. En efecto se trata de una estructura jerárquica, cuyos estratos están definidos por la competencia espectacular, es decir, por la habilidad y la frecuencia de la inserción mediática de sus escritores. Arriba, en la punta, están los pocos escritores cuya competencia espectacular y visibilidad mediática ha sido probada innumerables veces. La posición privilegiada de éstos les confiere el estatus simbólico de padrinos literarios de otros escritores del gueto. Ejercen su autoridad mediante el aplauso discreto a escritores recién integrados al gueto y por medio de talleres literarios con los cuales atraer nuevos aspirantes a escritores. Estos últimos constituyen la base amplia de la pirámide, víctimas en su mayoría de la seducción espectacular que promueven los padrinos y las madrinas del gueto. Entre ambos polos extremos de la pirámide se discierne un estrato intermedio compuesto predominantemente por ex discípulos de los padrinos del gueto. Estos bautizados escritores secundarios están en proceso de desarrollar las destrezas mediáticas que les confieran la competencia espectacular para moverse al estrato superior y convertirse a su vez en padrinos y madrinas del gueto kitsch.

A pesar de que el gueto kitsch reproduce una estructura piramidal, ésta no es rígida. La movilidad de los escritores de un estrato a otro, superior o inferior según el incremento o la disminución de su competencia espectacular, garantiza la fluidez y el dinamismo del gueto.  No es raro, por lo tanto, que en esta carrera espectacular, un escritor del gueto publique sus propios libros, sea editor de libros «alternativos», escriba a vuelapluma trivialidades en un blog, escriba ocasionalmente para la prensa, publique videos en youtube, figure en programas radiales y haga un nicho comercial de los talleres literarios. El efecto neto de esta faena pírrica es su consolidación en el estrato superior del gueto, alguna dudosa bonanza económica y un empobrecimiento literario. La inserción mediática excesiva desaliña su escritura, y lo convierte como mucho en un empresario de su imagen. El caso, de hecho, dramatiza otra característica propia del gueto: la ansiedad espectacular, es decir, el deseo inmoderado de procurar visibilidad «literaria». Esta ansiedad es la que mueve a los escritores del gueto al uso indiscriminado, sin distancia crítica, de los soportes mediáticos a su alcance.

Por la preeminencia de lo mediático en detrimento de la escritura, el gueto kitsch se atiene a la ilusión de un mundo literario «alternativo» y pertinente. Es una ilusión que se sostiene por la irradiación proliferante de su inserción mediática y los ritos de iniciación que auspicia. Un ejemplo triste de rito de iniciación: un taller literario que al mismo tiempo es terapia grupal. Al final de éste, en una ceremonia documentada fotográficamente, se otorgan certificados. El documento, que confirma que el participante completó el taller poético y la terapia emocional, le confiere a la actividad una estructura de graduación. Las fotos de abrazos efusivos, de sonrisas complacientes, el orgullo de exhibir el certificado como si se tratara de un logro artístico destacable, revela la naturaleza real de la actividad. Los felices graduandos no lo supieron, pero acababan de recibir su carné de entrada al gueto kitsch. En este taller, como en tantos otros que se imparten en Puerto Rico, observamos la impostura, la empresa de falsificación artística que busca ampliar la base del gueto. Cualquiera que sea la motivación que tenga una persona para interesarse en la literatura, muchos de estos talleres validan la idea de asociar la escritura literaria con la terapia personal. Con esta práctica se manipulan los afectos al validar una escritura marcadamente cursi. Otros, en cambio, animan la expectativa de que por medio de un taller literario el aprendiz puede aspirar a convertirse en escritor profesional, como si se tratara de explorar un modo de subsistencia real. En unos y otros, para mantener el entusiasmo de los discípulos, se abaratan los criterios de evaluación y se alientan proyectos literarios inmaduros que, por un golpe de mala suerte, muchas veces derivan en la publicación «alternativa» de un libro.  En cualquier caso, el neófito, integrado así al gueto kitsch, es víctima de una mutilación de su posible talento. La prisa, la falta de cultura literaria amplia, los modos trasparentes de leer y el laissez faire crítico que les aplaude, socava el proceso de maduración necesaria para alcanzar una voz propia y formular un proyecto literario riguroso. En este sentido, la mayoría de estos talleres literarios redundan en una forma económicamente rentable de practicar el discipulado literario mediante el estímulo del deseo y la manipulación de los afectos.

Otro ejemplo de falsificación mediática me tocó de cerca. El 21 de septiembre del año pasado fui invitado a participar en una actividad en torno al libro Literatura y narrativa puertorriqueña: la escritura entre siglos de Mario R. Cancel, en la Universidad del Sagrado Corazón. Se me dijo que la actividad, más que una presentación convencional,  sería un «conversatorio», una discusión abierta sobre el libro. De los ocho o nueve aspectos que me interesaba discutir, apenas hubo tiempo para hablar someramente de uno. El resto del tiempo, unos cuarenta minutos más o menos, se dilató mayormente en la larga presentación de los panelistas y en glosar el contenido del libro. ¿Discusión crítica del texto? Muy poca. El desencanto que esto me produjo se convirtió en malestar cuando hojeando la revista Letras Nuevas me topé con una foto de los panelistas que participamos en la actividad. La foto está debajo de un breve texto que informa sobre «la presentación del libro» y el «conversatorio»; ambos aparecen en la última página de la sección «Notas Culturales» de la revista.11 El gesto de falsificación, propio del gueto kitsch, se observa al mirar con suspicacia la sección de «Notas Culturales». En ésta proliferan las fotos rituales de «personalidades» del mundo de la literatura, las artes plásticas, la política y la prensa, como si se tratara de documentar, en una suerte de pasarela fotográfica, la crema y nata de la cultura del país. Poco tienen de cultural estas notas y mucho de páginas sociales de revistas como Caras y San Juan News. En este contexto, la nota y la foto sobre la actividad en el Sagrado Corazón se vacía de contenido cultural para trocarse en nota publicitaria de la Editorial Pasadizo y del Programa de Maestría de Creación Literaria, auspiciadora de la actividad. Por lo mismo, no extraña que en la página siguiente haya un anuncio de las «Maestrías en Sagrado».12

De mayor relevancia para la literatura es comentar la prisa por publicar de los escritores del gueto kitsch.  Esta prisa troncha el proceso de maduración artística y cancela la posibilidad de pensar en un proyecto literario propio. Los mejores de estos textos, escritos a vuelapluma, son tributarios de una estética pop patrocinada por los sectores dominantes de la industria del libro y, por ser derivativos, tienen poco valor artístico. Los peores, ni hablar, son estética y conceptualmente extemporáneos.  La cualidad común de unos y otros parece ser la grafomanía (la manía de escribir y publicar textos). Según Kundera, la grafomanía no se caracteriza por escribir cartas, diarios personales o crónicas familiares, sino por escribir libros y tener un público de lectores desconocidos. Esta práctica cataliza la megalomanía del escritor: «La manía no de crear una forma sino de imponer nuestra persona a los demás. La versión más grotesca de la voluntad de poder.»13 En el gueto kitsch, esta cualidad se manifiesta de dos formas: en el malgasto de tinta en libros y publicaciones insustanciales, y en el derroche iconográfico del autor. La primera debilita el poder simbólico de la literatura; la segunda caricaturiza al escritor como artista de farándula.

En síntesis: la grafomanía, la saturación iconográfica, la recuperación del discipulado literario con fines lucrativos, así como el objetivo mediático que anima a los escritores del gueto kitsch, son los signos, no de una literatura, sino de una subliteratura aficionada. Las prácticas literarias, motivadas por la ansiedad espectacular, y las formas indiscriminadas de inserción mediática, generan, paradójicamente, un efímero prestigio de visibilidad iconográfica y el ocultamiento textual. Esta mecánica de exposición y ocultamiento del gueto kitsch se adecúa al desplazamiento vertiginoso del más banal de los productos de consumo. Destinados a la obsolescencia, las emisiones textuales del gueto kitsch devienen mera estática paraliteraria, la pompa fúnebre de su propia insolvencia artística.14

 

 IV. Salida del gueto

La mayoría de los escritores del gueto kitsch, particularmente aquellos que se posicionan en sus estratos intermedios y superiores, seguirán confinados allí. Unos porque nunca conocerán la cárcel simbólica en que viven, y otros, a conciencia, porque el gueto les ha servido, les sirve y les seguirá sirviendo de parapeto para esconder sus insuficiencias artísticas. Unos y otros seguirán practicando la grafomanía y haciendo relaciones públicas a ver si ganan un premio literario de prestigio comercial, a ver si les dan una columna de diario, a ver si pueden impartir un taller literario más: cualquier forma de agenciarse de un prestigio que valide su frágil pertinencia literaria.

En este punto, vale la pena ponderar, en voces de otros escritores, algunas reflexiones que  sirven para salir del gueto kitsch (si se está dentro) o evitarlo (si se está afuera).

1. «Si los escritores que ahora comienzan me pidieran un consejo, el primero que les daría sería que renunciaran desde el principio a vivir de la pluma, que buscaran y ejercieran actividades paralelas. Las razones económicas explican en gran parte todo ese magma monstruoso de obras reiterativas, de escritura irresponsable, que inunda el mercado editorial, convirtiendo de paso a los novelistas en gallinas ponedoras. El escritor debe tener también el derecho de callarse y no producir…» -Juan Goytisolo15

Goytisolo desalienta la idea del escritor profesional. La idea de la profesionalización del escritor -aquel que vive de lo que escribe-sólo se valida en una fracción infinitesimal de los escritores en el planeta y, como bien subraya el autor, al que le toca la mala suerte de serlo diluye el valor literario de su escritura y satura el mercado de obras reiterativas. La conclusión es lógica: el escritor que transmuta en gallina ponedora se convierte, por fuerza, en esclavo de las veleidades del mercado.

2. «La causa principal de la escritura falsa es económica. Muchos escritores necesitan o quieren dinero. Estos escritores pueden ser curados mediante la aplicación de una compresa de billetes bancarios.

La próxima causa es el deseo de los hombres de decir lo que no saben, de hacer pasar el vacío por plenitud. Están descontentos con lo que tienen que decir y quieren hacer que una pinta de entendimiento llene un galón de verborrea.» -Ezra Pound16

Con mordacidad Pound apunta a dos causas básicas de la escritura espuria: el deseo de algunos escritores de ganar dinero a través de la escritura y la mala costumbre de tratar de pasar gato por liebre, es decir, de compensar su carencia de sustancia mediante la verborrea. Sin duda, este último rasgo es consustancial a la mayoría de los textos salidos del gueto kitsch. Textos o prototextos, en esencia, ilegibles. Escribir con sustancia, por el contrario, supone una densidad que se gana mediante la lectura y la introspección que se obtiene de ejercitar el pensamiento.

3. En la décima carta compilada en Cartas a un joven poeta, de 1908, Rainer María Rilke escribió unas palabras que, a cien años, todavía conservan actualidad:

«Aun viviendo de cualquier manera, puede uno prepararse para el arte, sin saberlo.  En cualquier realidad se está más cerca de él que en las carreras irreales, artísticas a medias, que, aparentando cierto allegamiento al arte, en la práctica niegan y socavan la existencia de todo arte. Como lo hacen, por ejemplo, el periodismo en su totalidad, casi toda la crítica profesional, y las tres cuartas partes de lo que se llama y quiere llamarse literatura.»17

No creo que la cita precise un comentario, sino una mera actualización. En el 2008 el porciento de pseudoliteratura supera por bastante «las tres cuartas partes de lo que se llama y quiere llamarse literatura». Es obvio que la emergencia del gueto kitsch en Puerto Rico tiene que ver con este incremento.

4. «La discreción está mal vista en esta época.» -Guy Debord.

La cita proviene de Consideraciones sobre el asesinato de Gérard Lebovici de Guy Debord.18 En este libro el otrora teórico de la Internacional Situacionista condena la empresa de falsificación de lo «real» de la prensa de Francia y el pago de pleitesía de artistas e intelectuales por el acceso a ciertas formas de celebridad que aquélla les concede. Sin necesariamente suscribirnos a su análisis, es posible rescatar del libro lo que parece todavía pertinente, tal vez más pertinente hoy que hace dos décadas: la recuperación de una ética de la discreción. La ética de la discreción, en suma, se refiere a un cuestionamiento personal, a un pulseo crítico con lo mediático y, en particular, con su modo de vehicular prácticas literarias kitsch. Con la palabra pulseo se subraya que no se trata de un rechazo a lo mediático ni a la cultura de masas (vana ilusión, en especial cuando se escriben libros y, como en mi caso, se regenta un blog), sino de oponer una negociación en la que es igualmente legítimo rechazar o aceptar, bajo ciertas condiciones, la inserción mediática.

Distancia crítica, propia de la ética de la discreción, es la que ha ensayado este texto. Que lo haya logrado o no, tocará a cada lector llegar a sus propias conclusiones. De cualquier manera, servirá para recordarnos que en literatura nada está predestinado. Ninguna condición individual, social o cultural es una fatalidad absoluta que impida abrazar la severa y difícil pasión literaria. Por esta misma razón, incluso el gueto kitsch es un horizonte superable.

 

 

 


 

1  «The kitsch system requires its followers to ‘work beautifully’, while the art system issues the moral order: ‘Work well’. Kitsch is the element of evil in the value system of art.» Según citado en Mattei Calinescu, Five faces of Modernity, 9na ed., Durham, Duke University Press, 2006, pág. 259.

 

2 «Unfortunately, this brilliant minority [the avant-garde artists] was threatened by the loss of patrons’ sponsorship, and the commercialization of art -the proliferation of kitsch.» Según citado por Celeste Olalquiaga en «The Dark Side of Modernity’s Moon» (1992), http://www.celesteolalquiaga.com/moon.html.

 

3 Francesco M. Cataluccio, Inmadurez: la enfermedad de nuestro tiempo (María Condor, trad.), Madrid, Ediciones Siruela, 2006, pág. 89.

 

4 Íd.

 

5 Umberto Eco, «Estructura del mal gusto (1964), http://www.enfocarte.com/7.31/eco1.html.

 

6 Véanse: Celeste Olalquiaga, «Las ruinas del futuro: arquitectura modernista y kitsch» (2003), http://www.celesteolalquiaga.com/modernidad.htm; «Regardez mais ne touchez pas!» (2002), http://www.celesteolalquiaga.com/regardez.htm ; «Celeste Olalquiaga: somos una reservación kitsch» (entrevista, 2007), http://www.celesteolalquiaga.com/modernidad.htm.

 

7 Olalquiaga, «The Dark Side of Modernity’s Moon», supra.

 

8  «Uno podría subsumir el elemento eliminado [la autoridad del objeto] en el término de aura y afirmar: eso que se marchita en la era de la reproducción mecánica es el aura de la obra de arte». (Traducción nuestra.) Walter Benjamin, «The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction» (1936) en Illuminations (Harry Zohn, trad.), 4ta reimp., Suffolk, Fontana/Collins,  1982, pág. 223.

 

9 Tomas Kulka, Kitsch and Art, 2da ed., University Park, Penn., The Pennsylvania State University Press, 2002.

 

10 Una trasposición conceptual de algunos planteamientos de Kulka, de hecho, ya ha sido ensayada de forma libérrima y sustantiva por Federico Irizarry Natal en su poemario Kitsch (San Juan, Isla Negra Editores, 2006). Tómese como ejemplo los últimos versos del poema «Buffering»:

 

      «En la dura molleja de las aves

      hace en secreto el bardo gallináceo

      su poesía digestiva.

 

      ¡Tomad, entonces, todos este reflujo!

 

      Y ¡Salud!»  (pág. 25)

 

En éstos se trasluce, en parte, la estrategia de Irizarry Natal de contraponer a los clisés poéticos, al kitsch de la transparencia lírica, un discurso prosaico que se articula mediante el decir de la antipoesía y el saqueo intertextual.

 

11 Letra Nuevas, Año 2, Núm. 2 (2008), pág. 74.

 

12 Íd., pág. 75.

 

13 «The mania not to create a form but to impose one’s self on others. The most grotesque version of the will to power.» Milan Kundera, The Art of the Novel  (Linda Asher, trad.), ed. rev., Nueva York, Perennial Classics, 2000, pág. 130.

 

14 Algunas consecuencias afines a las que planteo sobre el gueto kitsch, las ha problematizado Juan Carlos Quintero al comentar la actitud sumisa de los escritores «novísimos» ante lo que el poeta y crítico llama «cultureta anti-intelectual, aguacatona y mofolonga»: «Conocen muy bien cuáles son las leyes del juego mercantil y hasta dónde podrán decir algo sin que les apaguen el micrófono o la cámara. El problema ético y político no es que promuevan sus textos, tampoco que insistan con su Ceiba en el tiesto, mucho menos que deseen vender sus mercancías, sino que le presten sumisos el cuerpo de sus textos a una cultureta anti-intelectual, aguacatona y mofolonga que, con los presupuestos de sus preguntas, conciente o inconcientemente, abarata el trabajo que desea discutir.» Plural, Núm. 18 (noviembre-diciembre 2007), pág. 23.

 

15  De entrevista publicada en Disidencias y reproducida en Manuel Ruiz Lagos, Retrato de Juan Goytisolo, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 1993, pág. 96.

 

16 «The chief cause of false writing is economic. Many writers need or want money. These writers could be cured by an application of banknotes.

 

«The next cause is the desire men have to tell what they don’t know, or to pass off an emptiness for a fullness. They are discontented with what they have to say and want to make a pint of comprehension fill up a gallon of verbiage». -Ezra Pound, ABC of Reading (1934), New York, New Directions Books, 1960, págs. 193-194.

 

17 Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta, http://ciudadseva.com/textos/teoria/opin/rilke.htm.

 

18 Guy Debord, Consideraciones sobre el asesinato de Gérard Lebovici (Luis Andrés Bredlow, trad.), Barcelona, Ed. Anagrama, 2001, pág. 74.

 

Por F.F.A.

 «La verdadera patria del escritor emigrado es la lengua en la que escribe.» –Joseph Roth, El bozal para escritores alemanes  (1938′)

1

El epígrafe despierta asociaciones inmediatas. Para un lector medianamente suspicaz la relación entre literatura y exilio en el 2008 es casi un lugar común. Casi, pues todavía, más allá de los ejemplos archiconocidos de escritores exiliados por razones políticas, el tema todavía admite reformulaciones conceptuales que detonan escrituras que retan la dictadura light de la industria editorial. Tres ejemplos bastan. En Diario de la galera, Imre Kertész sentencia que su «reino es el exilio» para reterritorializar su escritura desde el inxilio de la Hungría comunista. En Entre paréntesis, Roberto Bolaño señala que «(t)oda literatura lleva en sí el exilio» para desafiliar su escritura del solar nacionalista chileno y de la islita flotante de la literatura de la diáspora. Más recientemente, Eduardo Lalo en Los países invisibles desestabiliza la ficción de visibilidad del Occidente hegemónico que acordona el resto de los países en un invisibilizado exilio periférico. Los tres, desde estrategias discursivas diferentes, han convertido el exilio en una frontera desde la cual seguir pensando y escribiendo con densidad.

Ante estas actualizaciones recientes, el epígrafe de Roth parece simbólicamente más transparente. En efecto, Roth fue un escritor austriaco de entreguerras que sufrió el exilio doblemente: primero con la caída del Imperio Austro-húngaro en 1918 y después con su salida de la Alemania nazi en 1933. No obstante, la lectura de algunos de sus libros nos permite pensar su obra más allá de la condición trágica del exilio. La discusión de tres de sus libros nos permitirá ver tres facetas de su obra que apuntan, en última instancia, a la formulación de una escritura sobreviviente, es decir, una escritura que se piensa desde cierta inutilidad provechosa. 

2

Joseph Roth nació en 1894 en Brody, Galizia, dentro del Imperio Austro-húngaro, un territorio que hoy está dividido entre Polonia y Ucrania. Era de ascendencia judía, lo cual no impidió que fuera católico y luchara en el ejército austriaco en la Primera Guerra Mundial. Con la disolución del Imperio, Roth pierde su patria, se casa y se establece en Berlín. En esta ciudad trabaja continuamente como corresponsal de varios periódicos desde 1921, lo cual le permite viajar por toda Europa y afinar su ojo crítico. En Berlín permaneció hasta 1933, cuando el ascenso al poder de los nazis hizo que optara por el exilio.

En sus doce años en Berlín, Roth publicó más de la mitad de su obra literaria, compuesta fundamentalmente de novelas. Entre éstas publicó los que muchos consideran su obra cumbre La marcha de Radetzky en 1932 y la que ocupará brevemente nuestro comentario ahora: Fuga sin fin en 1927.

Fuga sin fin narra el desgarrado periplo del protagonista, Franz Tunda, desde sus tiempos como teniente del ejército austriaco en la Primera Guerra Mundial, pasando por un exilio de incógnito en Rusia hasta derivar en Berlín y, finalmente, en París. Por medio de este accidentado recorrido de años, el narrador, identificado como Joseph Roth, revisita los acontecimientos que más le interesan de la Europa del primer cuarto del siglo XX: la caída del Imperio Austro-húngaro, la revolución bolchevique, la decadencia de la aristocracia y la consolidación de los valores burgueses en países como Alemania y Francia. Al final de la novela el narrador dice de Tunda: «Nadie en el mundo era más superfluo que él.» El ex teniente, ex bolchevique, ex protegido de su hermano Georg deviene al final un apátrida sin profesión, sin amor y sin ambiciones en París. De esta forma, Fuga sin fin puede leerse como la historia de un hombre arrastrado por los accidentes históricos de la guerra y la posguerra, cuyo devenir queda suspendido en el estupor que le provoca una comunidad europea que entiende arruinada. Es significativo en este sentido el comentario de Tunda a tres franceses: «Ustedes quieren conservar… una comunidad europea, pero primero tienen que crearla» (136).

La novela, por lo demás, es de corte tradicional tanto en la linealidad de su discurso realista como en su estructura, construida en capítulos cortos. Su mayor interés radica en el brillo de un estilo rápido e incisivo que le imprime a la novela un ritmo sostenido sin tiempos muertos. Su capacidad de sintetizar descripciones vívidas de ciudades como Berlín y París justifica con creces su lectura. El ojo crítico del narrador, su gesto continuo de reflexionar sobre los espacios por los que discurre la acción novelesca, es otra marca de su escritura.  Estas cualidades, de hecho, acercan Fuga sin fin al oficio de subsistencia de Roth: la de cronista de periódico.

De su continuo trabajo como corresponsal en Berlín se han compilado treinta y cuatro crónicas bajo el título de Crónicas berlinesas. En éstas se hace notable el talento escritural de Roth. La agilidad de su palabra, su poder de síntesis y la solvencia crítica de su mirada nos da una radiografía exhaustiva del Berlín de entreguerras. Ningún aspecto de la vida de la ciudad parece poco interesante para el cronista. Lo mismo puede dedicar una crónica a la comunidad de inmigrantes judíos, a un refugio de indigentes, que a los baños turcos o la subasta de figuras de cera en el Lindenpassage. Además del amplio abanico de temas, las crónicas brillan por la impronta crítica del ojo de Roth y el desenfado de su pluma. Tómese como ejemplo su mirada acerba al gueto judío en Berlín, según se consigna en Contemplación del muro de las lamentaciones en 1929: «No constituyen ninguna nación; son una supranación, acaso la forma anticipada, futura, de toda nación. Hace ya tiempo que abandonaron las formas más burdas de ‘nacionalidad’: el Estado, las guerras, las conquistas, las derrotas.» (39) El texto concluye con un ataque al sionismo: «… en realidad, los siete sabios de Sión que dirigen el destino del pueblo judío no existen. Sí que existen, por el contrario, los idiotas de Sión, y son cientos de miles, todos ellos incapaces de comprender el destino de su pueblo». (42) Que la historia probara lo contrario y que en 1947 se creara el estado de Israel, no hace mella a la voluntad crítica de Roth contra su propia ascendencia.

Muchos textos de Crónicas berlinesas constituyen piezas maestras de la crónica, ese espacio de condensación textual, ese punto de inflexión, según Susana Rotker, entre el periodismo y la literatura. Y, sin duda, todas responden a la pulida mirada metonímica que Roth explicita en Paseo: «En vista de los acontecimientos microscópicos todo pathos es en vano, se pierde sin sentido. Lo diminuto de la partes impresiona más que la monumentalidad del conjunto. Ya no necesito los gestos ampulosos, que intentan abarcarlo todo, del héroe del teatro universal. Yo soy un paseante». (15) El volumen de crónicas cierra con El auto de fe del espíritu, texto que se compila también en La filial del infierno en la Tierra, el último libro que comentaremos.

La filial del infierno en la Tierra recoge treinta y cuatro artículos, publicados en su mayoría en periódicos en Praga, París y Viena, junto con cuatro cartas a su amigo, el escritor Stefan Zweig. Los textos están fechados  desde 1933 a 1939, año en que Roth muere, según sus biógrafos, empobrecido y alcoholizado en París. En éstos se asoma progresivamente la amargura existencial del escritor ante el embate que supuso este segundo exilio, en esta ocasión de su patria literaria. Exilio, de hecho, no es la palabra que define mejor su situación, pues, según Roth, fue desterrado espiritualmente por los nazis. Esto es, sus libros fueron quemados en la Brandnacht (noche de quema de libros) el 10 de mayo de 1933 y en lo sucesivo fue prohibida la entrada de éstos en suelo alemán. Con esta nueva situación, Roth perdió su principal espacio de interlocución literaria. De 40,000 ejemplares que constituían la media de una edición de un autor alemán (sin excluir, por supuesto, a los judíos alemanes) se redujo a una tirada de 3,000 a 4,000 ejemplares que se distribuían con muy poco éxito en Viena -antes de la ocupación nazi en 1934–, en Praga y, de forma casi heroica, en París. Pese a esta precariedad literaria, Roth jamás dejó de escribir novelas, entre las que se destacan Confesión de un asesino (1936), La cripta de los capuchinos (1938′) y La leyenda del santo bebedor, escrita en 1939 poco antes de morir.

Asimismo, sus artículos en la prensa, según deja constancia La filial del infierno en la Tierra, fueron prolíficos y contundentes en su temprana denuncia contra el Tercer Reich. Sin haber vivido el horror de la Segunda Guerra Mundial, los textos de Roth estremecen por la lucidez casi profética de sus análisis sobre las implicaciones del régimen nazi para Alemania y toda Europa. Más aún, su denuncia se extendió desde muy temprano contra el resto de los países europeos que, con mal disimulado antisemitismo, optaron por la neutralidad ante el montaje propagandístico del régimen. Así lo dice en Lo inexpresable (1938): «¿Quién quiere saber algo de esto? El mundo se ha vuelto apático y sordo, desconfiado frente a los que dicen la verdad y confiado frente a los que difunden la mentira. Sé que escribo en el desierto…» (143) Y remata poco después: «Y la más terrible de ‘las pretendidas atrocidades’ de la que aún hablarán nuestros bisnietos, es el embotamiento de un mundo que se ha convertido en un no-mundo». (144)

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Ni la desesperanza de escribir «en el desierto», ni el desarraigo que supuso su doble destierro le impidieron a Joseph Roth reconocer con valentía la condición fracasada de su escritura apátrida. Tan temprano como 1933 en El auto de fe del espíritu, el escritor consigna, a propósito de la quema de libros orquestada por Goebbels: «En estos días en que la humareda de nuestros libros quemados sube hacia el cielo, nosotros, los escritores alemanes de sangre judía, debemos… cumplir con el más noble deber de los guerreros vencidos con honor: reconocer nuestra derrota.» (26) Este reconocimiento, unido a la precariedad económica y la pérdida de interlocución literaria, tampoco impidió que siguiera escribiendo sin falsas ilusiones. Al contrario, tan tarde como en 1938, asumía la inutilidad de su quehacer: «Hay que escribir precisamente cuando uno ya no cree que se puede mejorar nada por medio de la palabra impresa». (141)  No en balde, apátrida por partida doble, ese año formuló la cita del epígrafe, en la que reterritorializa la lengua alemana como su verdadera y única patria posible.

Escribir sin patria, en la pobreza y sin interlocución literaria; escribir con plena consciencia del fracaso, sin negar la impotencia y asumiendo la inutilidad de la escritura: son algunos de los rasgos que hacen de Joseph Roth un escritor sobreviviente. Que se recupere en la historia literaria como uno de los grandes escritores centroeuropeos del periodo de entreguerras o como uno de los mejores de la literatura alemana del exilio, es importante, pero no basta. La actualidad de su obra no se halla en el contexto de un tiempo histórico ni de un corpus literario particular. Roth nos interesa más por la impronta crítica de sus textos, la viveza de su estilo y por la lúcida estrategia de supervivencia ante el fracaso. Su cuerpo, lo sabemos, cedió a los embates del delírium trémens; su escritura, no. Por lo demás, las reediciones recientes de su obra nos lo prueba: a veces el fracaso no es más que un estadio transitorio, un periodo amargo de miopía cultural.

 

Por Pancho

 No viajo en la guagua aérea. Aquí, en la guagua A9, no se contrabandean esperanzas, ni transitan los puertorriqueños que aman la risa sobre cualquier cosa. Esta guagua no inspira metáforas aladas, ni folclorismos trasnochados. Es terrestre, ruidosa y bamboleante, demasiado real para cantar, en clave barroca, las bondades de la identidad nacional –con la diáspora incluida. Tal vez por no estar suspendida a 31,000 pies sobre el nivel del mar, la A9 no columpia utopías reivindicadoras.

 Era jueves, ocho y diez de la mañana, y la A9 cruzaba la avenida Fernández Juncos. Mostraba a esa hora, con el sol todavía mustio, la trastienda del Santurce que en otro tiempo, hasta finales de los sesenta, fue la zona comercial más importante de San Juan. Ni siquiera el edificio de estacionamiento de la Roberto H. Todd fue suficiente para que Santurce se ajustara a la dictadura del automóvil y siguiera siendo un destino comercial importante. 600 estacionamientos no podían competir con los 11,000 de Plaza Las Américas. Hoy la Fernández Juncos subsiste comercialmente: bares, salones de estilismo, talleres de mecánica y un puñado de negocios de mediano calibre se esparcen entre estructuras deterioradas o completamente derruidas. Pero es sólo eso, negocios subsistentes, los residuos que quedaron de la fuga de capital hacia las zonas suburbanas de la ciudad.

 Venía pensando en todo esto en la A9, cuando la voz de una señora me devolvió bruscamente a la convivencia pública de la guagua. La voz procedía del último asiento; como casi todos los pasajeros no me volteé y me limité a escucharla.

 –¿Qué hora es? –preguntó preguntándose a sí misma–. Déjame ver mi celular. Lo escrutó pero no pudo leer la hora.

–Mira a ver lo que dice -le pide a un hombre presumiblemente sentado al lado suyo. El hombre, algo sobresaltado, contestó:

–Yo no sé. Es que yo no entiendo de letras.

–¡Ahhh! -reaccionó la señora. Enseguida, con otro guión que abría un nuevo parlamento y la apartaba radicalmente del analfabeto a su lado, dijo:

–Yo soy una profesional. Lo que pasa es que sin espejuelos no puedo ver nada.

Coincido con ella. Sin anteojos no puede ver siquiera la violencia contenida en su alarde de educación. Otro pasajero, sentado frente mí, tuvo el tacto de callar su despropósito indicándole la hora con voz firme. Las ocho y cuarto.

 La guagua salía de Miramar. Después de bordear el distrito del Centro de Convenciones, cruzar  por debajo del elevado que conecta con el expreso Muñoz Rivera, se alineó con el tráfico que cruzaba el puente Esteves en dirección a Puerta de Tierra. El analfabeto entonces se acercó a la compuerta de salida. Yo hice lo mismo. Aproveché el corto intervalo antes de llegar a la parada del Millennium para observar al hombre. Es blanco, más bien bajo, robusto y delgado. Viste pantalón de mezclilla, camisa de mangas cortas con diseño de listas y zapatos negros. Exhibe un recorte de cabello reciente; por las entradas que ya dejan ver algo de cuero cabelludo, calculo que debe tener de treinta y cinco a treinta y ocho años. Al echarse a la boca una pastilla de chicle, noto que tiene manos de obrero.

 Me bajo de la guagua justo detrás de él. Le sigo a poca distancia. Cruzamos casi al mismo tiempo la Ponce de León, un islote de tierra y el carril exclusivo de la AMA. Al llegar a la acera que bordea la parte trasera del Tribunal Supremo, el hombre se voltea brevemente y me sonríe. ¿Cómo estás?, contesto su saludo. Seguimos caminando. Al final de la acera, flanqueada a la izquierda por enormes almendros plantados dentro y fuera de los terrenos del Tribunal, se levanta el hotel Normandie. Sin detenerse el hombre me pregunta si estoy casado. No distingo en su cara expectante la intención detrás de la pregunta, pero para ahorrar cualquier equívoco le respondo que sí. Como si mi respuesta fuera un instantáneo voto de confianza, el hombre se detiene para confiarme su cuita de amor. Me confiesa que hay una muchacha, una mujer que está enchulá de mí, pero yo no creo que deba estar con ella. Yo estuve enamorado de ella, pero ella se casó con otro. Ahora  que se divorció del tipo, quiere estar conmigo… El relato me sorprende más por la ansiedad de la voz que por su contenido. Ahora que lo tengo frente a mí, observo que sus cinco pies y siete pulgadas, su recorte y aspecto pulcros, así como su figura delgada y fuerte, me han engañado sobre su verdadera edad. Las arrugas en torno a los ojos dicen de un hombre que ha rebasado los cuarenta años. La expresión laxa de su boca me dicen que tiene quince, tal vez menos. La suspicacia que este desfase me provoca no amilana el ímpetu de mi interlocutor que ahora subraya el recelo que siente hacia la mujer que quiere estar con él y hacia las féminas en general, pues yo no confío en ninguna mujer. Ella quiere estar conmigo, pero yo tengo la respuesta que es no. Si le digo que sí, el tipo, su ex, que estuvo en la cárcel, puede entonces querer limpiarme. Yo he visto muchas películas de acción, mucha película de mafia en que la mujer embauca a un tipo para que otro lo mate. Y ella puede querer hacer eso conmigo. Yo he visto muchas películas de acción y eso pasa así en la realidad…

Su desesperada convicción en la verosimilitud de las películas de acción me sobrecoge. Su analfabetismo cobra la forma de una bofetada que me despierta a un tiempo al cretinismo mental del hombre y a la futilidad de mis letras. En aquel momento pensé que para mi interlocutor, Scarface no es Al Pacino en la camiseta de un aficionado al gagsta rap, sino una enciclopedia de la vida. Recrear la escena mediante la escritura, me permite desoír las muletillas, las inútiles reiteraciones para revisitar un pasaje de Comentarios sobre la sociedad del espectáculo. En éste Debord apunta -en un tono que en la primera lectura me pareció extremoso- que «[n]o sorprende, pues, que los escolares empiecen con facilidad y entusiasmo, desde la infancia, por el Saber Absoluto de la informática, mientras ignoran cada vez más el arte de leer, que requiere a cada línea un verdadero juicio y que es, por lo demás, lo único que puede abrirles el acceso a la vasta experiencia humana anterior al espectáculo». La cita, por cierto, esclarece poco la situación en que me encuentro. Ni el hombre ante mí es un escolar, ni su incultura es producto del uso fetichista de la informática. Es peor y lo ha dicho en la guagua: no sabe de letras, ni el mínimo necesario para manipular un ordenador. El juicio de Debord palidece ante el hombre frente a mí. Mi interlocutor es el grado cero de la incomunicación simbólica. El balance es grotesco: un hombre que modela su vida amorosa según las películas de acción, ese detrito del espectáculo hollywoodense.

De golpe descubro la razón por la que el hombre me ha interpelado. Hacia el final de su relato flaquea su resolución de decir no a la mujer que requiere su amor. Me confiesa entonces que está confundido y necesita un consejo. ¿Qué tú crees que debo hacer? Debido a mi experiencia matrimonial el hombre ha supuesto que tengo talento como Doctor Corazón. Por no contrariarlo le sigo el juego. Ya tú has dado con la respuesta, le digo. Me mira entonces con cara de desconcierto, con cara de que no le hable chino. Le recuerdo: dijiste que la respuesta la tenías tú y era no. No es suficiente; el estilo indirecto lo confunde. Sintetizo: me dijiste que no. ¿Qué debo hacer entonces?, insiste. Soy yo el que ahora debe tener cara de desconcierto total. Le contesto: si yo fuera tú, no me metía con ella, me evitaba problemas. Además, hay más mujeres en el mundo. No estoy seguro de que la respuesta le satisface o si la incomunicación ya le abruma como a mí. El hecho es que no me pregunta más.

Aprovecho el silencio para decirle que debo irme. Él también debe marchase. Va para el Normandie a solicitar trabajo. Yo voy a la cafetería frente al Caribe Hilton. Aunque sé que a estas alturas los nombres importan poco, le pregunto el suyo: Moisés. Francisco, le digo estrechándole la mano. Gracias, me dice y sigue su camino. Mientras cruzo la Muñoz Rivera apenas entreveo un lado del desencuentro y pienso que dejo atrás a Moisés, el hombre de las letras perdidas. Ahora que lo escribo sé que no es tan sencillo y que cuando Moisés cruzó la Muñoz Rivera, Francisco, el de los consejos chinos, fue otro también.